Tres décadas hace que prendió primero la Historia y luego una de sus técnicas "colaterales" la Arqueología. Desde entonces tantos paisajes, tantos lugares y en todos siempre un detalle, que nos deja un jirón de recuerdo. Por ello esta "arqueología colateral" aspira a recuperar retazos de aquellos viajes, estancias, personas, lugares que hemos surcado en pos de la labor cotidiana de la arena entre los dedos, la criba del hueso, de la astilla oxidada que un día clavo fue...

martes, 9 de noviembre de 2010

Arquitectura fortificada en las rutas del Sur: El castillo de las Aguzaderas (El Coronil, Sevilla)



En las rutas del Sur y fruto del largo proceso de disputa de territorios que tuvo lugar al final de la Edad Media subsisten una serie de restos arquitectónicos que siempre han llamado la atención. Los castillos, arquitectura fortificada que avanzaba o retrocedía al impulso de las necesidades de la salvaguarda de la tierra, han perdido hoy su función. El Castillo de Las Aguzaderas, en El Coronil (Sevilla) es una de esas estructuras que señorean en el paisaje de las campiñas. En la actualidad, y aunque es bastante lo que queda de la fábrica original, no obstante perdido su uso y habitación, se nos muestra como un digno ejemplo del pasado arquitectónico del sudeste de la provincia de Sevilla.

La construcción del castillo de las Aguzaderas está datada entre los años 1348 a 1355. Su planta es cuadrada y presenta la torre del homenaje situada al oeste con saeteras dirigidas a oeste y sur con cuatro torres, también de planta cuadrada, y también con saeteras a los cuatro puntos cardinales. La torre del homenaje está atravesada en su mitad norte- sur por el paño de muralla, mientras que la mitad de los paños norte y sur se emplazan dos torreones de planta semicircular con tres aspilleras. En el ángulo sudeste se emplaza otro torreón, que adopta la forma de albarrana, o tipo de torre que sobresale del paño de muralla y que se une al mismo por un avance de la misma. La planta de las torres del paramento norte es de tendencia rectangular, mientras que las del paramento sur son de planta de tendencia cuadrada. La torre adosada del norte tiene cierre del paramento sur, mientras que la que se enfrenta a esta no tiene este cerramiento posterior. Presenta una protección muraria que enlaza la torre albarrana del ángulo sudeste con la mitad del paramento este, en forma cuadrangular y que según Mora Figueroa data de 1419. Muy posible es que su construcción se realizara para proteger un manantial que se halla en ese lugar. Las esquinas del paseo de ronda se hallan ensanchadas para dar acceso a las cuatro torres, realizándose la ascensión a aquel en su esquina noreste, muy cerca de la entrada al recinto que se halla en el tercio más cercano del paramento norte al ángulo noroeste.

Un sistema de fortificación no se componía sólo de elementos estáticos, como es el castillo, sino que implicaba otros fuera del núcleo central y que tenían su vital importancia en las comunicaciones. Así desde las Aguzaderas se extiende en el piedemonte de la sierra una serie de torres atalayas, algunas de las cuales son las de Cote (Montellano) y las El Bullo y Lopera (Utrera), mencionada esta última en tratados antiguos, como en la obra de Rodrigo Caro, aunque no obstante la mejor conocida y más investigada es la de Cote, de presunto origen hispanomusulmán. Este sistema estaba en función de la defensa de la frontera sudeste del Reino de Granada. Concluimos estas líneas dedicadas a un ejemplo más de este rico y disperso patrimonio cultural edificado con una reflexión que siempre nos gusta traer a estas páginas y es la de la necesidad de fomentar el respeto por nuestro pasado común, evidenciado en los restos materiales del mismo. No está de mas una llamada de atención en momentos en los que afortunadamente otros sectores de nuestro patrimonio, como el natural, ya está teniendo la atención y la garantía de preservación que merece.

No ocurre así en todas las ocasiones con el cultural y el arqueológico, tan despreciado e incluso expoliado sistemáticamente en bastantes lugares que no ha enumerar ahora. Educación a las nuevas generaciones, respeto por le patrimonio común y denuncia sin temor de las agresiones pensamos que es la mejor de las políticas y de las acciones mas eficientes y que a la larga nos depararán mas beneficios en la transmisión de los bienes heredados y que debemos legar incluso magnificados a las generaciones venideras. Por ello cuando viajamos, ya en las rutas del sur, ya en otros viajes más largos y que nos llevan toda una vida, debemos de hacer un hueco en nuestro morral para las sensaciones que emanan de los que algunos pretenden mudo e inerte patrimonio edificado. La consabida y a veces ya tediosa frase de “si las piedras hablaran” se hace majestuosa realidad en tantos y tantos ejemplos, ocultos o manifiestos de un pasado común de mas de cinco milenios. En el viaje y en la vida, conocer y respetar son los dos pilares en los que las elocuentes piedras de nuestro patrimonio son maestras de historia y escuela de presente

El castillo de Almenara



Ayer subimos al castillo de Almenara. Nos recibió como siempre la barrera con las troneras, que circundamos hasta el punto, justo donde se orienta al norte y se vislumbra Uclés en la lejanía, donde los cantiles impiden el paso. Dos torres de planta semicircular flanquean otra de idéntico trazado, que acoge en su paramento norte los restos de la puerta del recinto, cegada de antiguo aunque apreciables aún la base de las jambas, restos del matacán y el hueco donde debió de exhibirse un escudo de mediano tamaño. La visita no pudo ser más fructífera ya que acompañamos a tres reconocidos castellólogos que “nos abrieron los ojos” sobre determinados detalles, que en las visitas que casi todos los años realizamos con familiares y amigos, nunca advertimos.

Tras ingresar por el pequeño portillo situado junto a la imponente torre sudoriental, ascendemos por una pequeña rampa, maciza del escombro acumulado en el recinto y observamos el paramento interior de la barrera, con los restos de la escalera que accede al adarve (o camino de ronda). La torre que acoge la puerta cegada se halla curiosamente limpia de escombro y presenta la cara interior de aquella bien enmarcada por arco y jambas. El interior de las torres de la barrera conservan, además del escombro procedente quizás de una campaña de restauración realizada hace una veintena de años, la bóveda de su cubierta y huellas de distintas fabricas o reforma de sus paramentos originales. En el interior de este recinto destaca frente a la situación de la puerta original, restos de una torre con huella de ventana cegada y alambroz, posiblemente de época moderna y desde esta zona se accede a las caballerizas, que a modo de pasillo abovedado abraza por sus cuatro lados el gran aljibe que luego comentaremos. Diversos restos de estructuras afloran en esta zona, por la que llegamos al límite del castillo, al oeste, junto en la zona donde los cantiles (que hemos, mencionado al rodear la barrera) escarpan la planta en este lugar.

Volvemos sobre nuestros pasos y accedemos en la esquina sureste por una pequeña barrera con su arco que protege la entrada al tercer recinto, si los numeramos de fuera a adentro, y donde tras girar al noroeste, traspasamos el muro de lo que debió ser la torre del homenaje del primitivo castillo medieval, que debió tener una gran extensión y del que queda en su extremo occidental los restos de una estancia abovedada, junto a la que queda una ventana alta con dos bancos empotrados a cada lado de la misma. El extremo este del paramento se corresponde con los restos de una escalera y una chimenea, además de restos de atarjeas o canalizaciones de agua, que bien pudieran situar aquí el área de servicio del conjunto.

El área central del recinto interior, al que se accede desde el área central de este gran paramento conservado, se articulaba en torno a un patio posiblemente columnado que se halla sobreelevado respecto a todo el resto del interior del castillo. En el centro de este no muy amplio espacio se halla la boca de un aljibe y los tragaluces del techo de la caballeriza que lo rodea. La cubierta de aquel es abovedada, su planta es rectangular, tiene gran altura y sus paredes aparecen recubiertas de pintura a la almagra. Como no podía ser de otra manera, el macizado de escombros en el fondo del mismo augura aún unas mayores dimensiones de la estructura hidráulica. Otros elementos anexos en el área central del castillo y según acertada observación de uno de nuestros amigos, pueden hacernos pensar en reocupaciones sucesivas, sobre todo en los conflictos bélicos de los últimos dos siglos, del área central del castillo.

Siempre es gratificante recorrer bajo las escasas almenas e imponentes paramentos los restos de uno de los castillos señeros de la familia Mendoza en las tierras de la Orden de Santiago. En definitiva, una preciosa mañana.

lunes, 5 de julio de 2010

Un día en Toledo



El viaje a las ciudades históricas forma parte de nuestro trabajo. Nos iniciamos pronto, gracias a nuestros padres, en recorrer España y en aquellos tiempos nunca dejamos de visitar las catedrales, las iglesias más señaladas, los castillos y palacios... Ello fue dejando un sedimento de horas y horas entre entonces oscuras paredes salpicadas del humo de cirios. Ahora, cuando el viaje es propio del oficio y a veces nos desplazamos para ver un determinado edificio o un yacimiento arqueológico coetáneo al que nos ocupa en esos momentos, nos corresponde pasar el testigo y por ello hace unos días pasamos un día en Toledo, con uno de nuestros sobrinos, que cumplía dieciocho años y nos pidió recorrer juntos la ciudad imperial. 

La primera en la frente. TOLETVM, en un rápido “pagineo” en la red vemos que la entrada cuesta cinco euros, algo ensañarán pensamos y aunque es un edificio que se halla a la entrada de Toledo y que conocemos hace algunos años a causa de nuestros frecuentes viajes a la ciudad, por mor de la capitalidad de Castilla – La Mancha, nunca habíamos reparado en el mismo. En principio bien, aparcamiento como Dios manda, aunque vemos que te abre la barrera un señor, al que hay que pagarle luego, acercándose a la misma barrera de salida, donde toda la infraestructura es una silla y una caja de cartón como "cajero automático", es decir la versión moderna del “gorrilla” sevillano. Naturalmente las puertas cercanas al aparcamiento están cerradas, por lo que hay que rodear todo el edificio, pasar la terraza “chilaout y subir un par de pisos de escaleras de diseño. Y el contenido del “centro de acogida”, un bar con terraza, en el que te tienes que servir tu mismo las bebidas desde la barra y un expositor con folletos y eso si, una señorita muy amable que te invita a visitar también la provincia, además de la capital. Al parecer a grupos organizados les muestran unos audiovisuales, que deben ser los cinco euros de la web. No obstante desde la terraza se admira un horizonte vegetal, de copas de frondosa arboleda, sobre las que “descansa” el alcázar. Al menos pudimos probar el zoom de la cámara que estrenábamos en las torres y ventanas del señero edificio. 

Decidimos volver al camino trillado y quizás más seguro. Aparcar en el Corralillo de San Miguel, rodear el alcázar, cruzar Zocodover y por la calle principal hasta la Catedral. Y ahí la segunda en la frente. Hacia años que no entrábamos en el templo primado de España. Recordábamos las anchas naves, el altar mayor único en toda la cristiandad, la luz del Transparente...Pero lo que no podíamos imaginar es que ahora las entradas se compran en la tienda (magnífica, pero tienda al fin y al cabo) a siete euros y que una vez traspasada la puerta del templo, suena una voz por megafonía recordando la prohibición de realizar fotografías. Cuando en la T4 de Madrid se han suprimido los avisos megafónicos, los implantamos en una de las catedrales más emblemáticas de la cristiandad. De pena. Pero la indignación crece cuando observamos que la entrada por el brazo norte del crucero se ha destinado a los fieles y que una gruesa reja les obliga a “recogerse” en una exigua capilla. Es decir, si en la ciudad de Toledo un centenar de fieles desean rezar a la vez en la catedral, sin pagar los siete euros, sencillamente no caben en el lugar que les destina el montaje turistico de la nueva catedral. No creemos que el turismo sea incompatible con la vida diaria, pero hay ciudades en las que los ciudadanos estan perdiendo. Sin embargo la sacristía lucía en todo su esplendor, con el Expolio del Greco presidiéndola. Y la catedral sigue siendo la catedral. Única, con esos rasgos barrocos y neoclásicos, la misma puerta por la que ahora se ingresa, tetrástila con frontón triangular, audaz donde las halla y el transparente, ahora también cercado por un balizado de soportes y cintas de “no pasar” en fino y unos paneles, a los que no quise ni acercarme, pues ultimamente las explicaciones restan lustre al propio elemento, sino directamente impiden su completa visión, cual es este caso.

Decidimos volver a nuestra propia adolescencia y visitar la capilla de Santo Tomé y su emblemático cuadro del “Entierro del Conde de Orgaz”, composición coral donde el Greco se muestra quizás mas pleno, con los contraluces entre las indumentarias civiles y eclesiásticas y los dos planos, de nuevo terrenal y celeste...Lo que no sabíamos era que ahora podía admirarse el propio sepulcro del protagonista del lienzo, delante del mismo. Cuando nos impresionó vivamente aquella primera visita al cuadro, tampoco advertimos o no se visitaba entonces la capilla, con trazas antiguas y modernas mezcladas en cabecera y nave principal, así como impecables revocos que cubren los paramentos. En uno de los laterales, una preciosa Virgen de Guadalupe, ocupa un sencillo altar. De ahí a comer en el Hostal del Cardenal, con una parada en el Museo de los Concilios y arte visigodo, hoy dependiente del Museo de Santa Cruz,y gratis por cierto. Eso si sin marketing como en los otros, donde las tiendas a veces tienen más superficie que las propias salas. Y se agradece un oasis que nos muestra la magnífica iglesia con las vitrinas de variado material metálico procedente sobre todo de las extensas necrópolis hispanovisigodas y donde puede deambularse por la cabecera tripartita y admirar los paramentos de este antiguo templo toledano. 

Tras la comida, visitamos la contigua Puerta de la Bisagra Vieja. Un sábado, en prácticas de la carrera, tuve la ocasión de recorrer el camino de ronda contiguo a la puerta, así como el interior de la misma. Armado con una mira, estuve todo el día de “peón de topógrafo” mientras se realizaba el levantamiento taquimétrico del conjunto. Hoy se nos aparece limpia, casi angosta, acceso de la ciudad a su “sagra” o campo de huertas y labores que abrazaba la urbe por el norte. Unos metros más al sur admiramos las fachadas de la iglesia de Santiago, la Puerta del Sol, vuelta a subir al casco histórico y otra parada en la mezquita de Bab – al – Mardúm, hoy rebautizada como ermita del Cristo de la Luz. Conservo una fotografía de los compañeros de quinto curso, de la asignatura de Arqueología Islámica, a las puertas de este lugar. Quizás fue el día que accedí al mismo por primera vez, para quedar impresionado por las nueve pequeñas cúpulas, todas diferentes y que nos traen el aroma de los primigenios edificios de la religión del Profeta, que aún se conservan en los desiertos de Jordania. Ahora se está terminando el proyecto de restauración, que ordena los jardines circundantes y permiten una inédita vista de la Puerta del Sol y también admirar las pinturas murales que decoraban ábside y paramentos de la posterior iglesia. Sigue asombrando la labor del ladrillo y la invocación en la fachada y sigue siendo un lugar poco conocido pero sin duda uno de esos lugares que hacen única a la ciudad de Toledo. 

La sinagoga del Tránsito alberga hoy el Museo Sefardí. Sumergida en plena judería, la única nave está decorada con cenefas con el sello de Salomón y los escudos de Castilla y Aragón, ejemplo de sincretismo donde los halla. En el museo, brillan con luz propia el registro material de los sefardíes marroquíes, con los que compartimos infancia y desde esta sala, la de las mujeres de la primitiva sinagoga, podemos observar la nave desde media altura, en un lateral. El museo, de carácter nacional y dirigido por el Ministerio de Cultura, tiene también una tienda bastante completa y siempre es agradable y recomendable la visita, de una de las mejores sinagogas históricas europeas, de espléndida edilicia y alejada de otros ejemplos, quizás famosos – como la de Praga – pero de rudimentaria arquitectura. En otro orden de cosas, Santa María La Blanca sigue sorprendiendo por el encalado de los muros, como debieron ser todos los paramentos de sinagogas, mezquitas e iglesias. Es una pena que a fines del siglo XIX imperara la moda de “desencalar” y arrasar con los revocos históricos (aún se sigue haciendo, recientemente en la propia ciudad de Guadalajara). Santa María La Blanca es “rara avis”, impoluta, donde resaltan los profusos capiteles labrados, la decoración de arquillos sobre la parte alta de la nave central. Lástima que las dos naves laterales de las cinco que tiene, sea ocupada por exposiciones que desvirtúan la integridad edilicia del conjunto. No obstante, la titularidad de la antigua iglesia hoy día es del Obispado y se nota en la tienda, la más completa, junto a la de la catedral. San Juan de los Reyes o la sinfonía de la luz. Ya nos sorprendió en aquel primer viaje con el colegio, apenas con quince años, las cadenas colgadas de la fachada, el gótico flamígero, la estereotomía impoluta – arte de cortar piedras y maderas - . Ahora nos sorprenden los escudos en el claustro alto, con los dominios de los reyes, la soberbia armadura, la tranquilidad en estas estancias y, porque no decirlo, las redes que se instalan para la protección de las piedras de la aves volanderas. El amplio coro, suspendido a media altura de la nave principal y las referencias a la familia franciscana, siguen siendo seña de identidad.

Un día en Toledo, sin ver parroquias, ni murallas, ni el Museo de Santa Cruz, ni los lugares integrados en las visitas del Toledo inédito, sorprendente y recomendable conjunto de visitas guiadas... Queda mucho por ver si solo se viaja un día a Toledo, pero ese viaje debe repetirse de vez en cuando y no olvidarnos que aquí, hace muchos años, los españoles - que ya se sentían bajo ese nombre - decidieron nombrar también una capital para su reinos.

jueves, 24 de junio de 2010

La Cueva de Pedro Fernández

Primavera de 1980. Cursaba el segundo de Geografía e Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid. Aún no cursaba la especialidad, aunque entre las asignaturas de primero ya había aprobado la “Prehistoria”, quizás la asignatura más difícil por adentrarse en materias que apenas conocíamos... el origen de la especie humana, el paleolítico en los valles europeos, el galimatías de técnicas de talla de la piedra - “fósiles directores” de muchos yacimientos - y el Arte prehistórico según las teorías en boga por entonces. Algún compañero, ya en el primer año de los estudios, había acudido a prácticas (que no eran obligatorias y cada uno campaba en actividades de la propia universidad sin importarle el “óbolol” que ahora suponen los créditos de las asignaturas...) a la Cueva de Pedro Fernández, en el pueblo de Estremera, confín sudeste de la provincia madrileña.
Contaban que unos años antes un tractor arando había abierto una sima por la que se accedía a una cueva excavada en sedimentos yesíferos, que tenía un río subterráneo y que era especialmente húmeda en sus varios kilómetros de desarrollo, excepto en la llamada “galería seca”, donde se acampaba. Pedí prestado un saco de dormir a mi prima Olga y quedé un viernes por la tarde con una de las profesoras que eran parte del equipo responsable de la excavación arqueológica. Una vez llegados a las inmediaciones de la cueva, en el curso del arroyo Salado, había que bajarse de los Citröen - los únicos coches en los que era posible subir la suspensión - y empujar para salvar los badenes del camino.
Aquella tarde fue la primera vez que pisé una excavación arqueológica, con mi mono azul de mecánico, mis recién estrenadas botas de agua (que todavía conservo), casco y carburero prestado por una compañera de curso que había visto que no iba a entregar su vida a la arena y al barro. Me dispuse a encarar la escalera metálica, que con una inclinación de unos cincuenta grados se adentraba en un agujero angosto y oscuro. Confieso que titubeé a la vista de la sima negra, pero a la vez pensé que no podía darme la vuelta y máxime cuando aquellos seguramente serían mis profesores si elegía la especialidad de Prehistoria y Arqueología. Por aquel entonces ya estaba desengañado de la asignatura de Historia Antigua de primero. Nunca entendí a la joven y engreida profesora, por lo que la especialidad de Arqueología podría vislumbrarse en la lejanía, ya que la Historia Medieval - monopolizada por los hijos de Escrivá de Balaguer - y Moderna y Contemporánea - idem por los de Marx y Éngels - quedaban ya muy lejos de la aspiración de realizar mis estudios sin “influencias”. 
Era este pues el momento de probar en directo lo que habíamos atisbado en la prehistoria de primero. Seguí por ello al mono rojo de una de las profesoras y casi a tientas, adaptándome a la luz que nos proporcionaba el carburo y a las angosturas de parte del camino - que se me hizo eterno -, desemboqué en una amplia sala en la que apenas se distinguían unos cortes cuadriculados en el omnipresente barro. Tras una tarde agotadora, en la que cada capazo de tierra y agua pesaba más que el anterior, subimos a dormir en las tiendas que habían preparado otros compañeros. Creo que también fue la primera vez que dormí al aire libre y también la primera que no lo hacía en casa de familiares o amigos de mis padres.
El día siguiente lo pasamos dentro de la cueva familiarizándonos con el nombre de las galerías, “La Cocina”, “Los Manolitos”, “El Atajo”, “Los Macarrones”, etc... El tiempo discurría de otra forma que en la superficie, solo interrumpido por el silbido de las carbureras cuando respondían al movimiento prendidas de nuestros cinturones, al recibir una dosis más elevada de agua. El  el gas resultante del contacto de las piedras de carburo y el líquido pugnaba por salir produciendo un fogonazo, que nos iluminaba las caras a fuer tiznadas del barro oscuro, y de nuevo la calma, solo rota por el rasgar de las palustrillas y las alcotanas. Aquellas fueron quizás las primeras herramientas propias del oficio que tomé en mis manos y que aún no he abandonado. Cuando escribo estas líneas, en el descanso de una de las ahora habituales visitas de control arqueológico, una de esas palustrillas (quizás del mismo acero pero ya con mango de goma) pende de mi cinturón. 
De vez en cuando un tintineo de luz en el fondo de una galería anunciaba la visita de alguno de los profesores, de los alumnos de cuarto que recorrían solos la cueva, de los geógrafos y geomorfólogos que preparaban tesinas sobre la cavidad, o de los espeleólogos del equipo “Standar” que la topografiaban minuciosamente. Mas adelante y sobre todo en la campaña de la primavera siguiente me llevaban con ellos, quizás porque era el más bajito y delgado del grupo, apenas cincuenta kilos que izaban sujetándome por los tobillos a las “chimeneas” y las angostas bocas de las “gateras”, al grito de “¿Qué se ve...?”. Otro momento que recordamos era cuando nos fotografiaban con la técnica de exposición abierta y destellos de flash a diestro y siniestro, mientras permanecíamos varios minutos quietos. 
La encrucijada en la que trabajábamos había sido uno de los primitivos accesos hoy sellados y donde quizás se había concentrado mas actividad de los cavernícolas. Otras galerías también tenían huellas de vidas anteriores, como “la cocina” donde decían que habían a aparecido bastantes recipientes cerámicos en una especie de repisa, la galería de las pisadas - con huellas impresas en el barro endurecido -,  las “piletas”, oquedades en las arcillas que recogían el goteo incesante de la actividad kárstica. Era en estas últimas donde podían distinguirse las huellas de los dedos de los primigenios habitantes de la cueva, con un pequeño saliente donde apareció un cuenco cerámico que ahora había sido sustituido por un vaso de plástico, remedio de urgencia para rellenar las carbureras que quedaban sin agua a mitad de jornada.
La cueva fue ocupada durante el la Edad del Bronce Inicial y el Bronce Medio (II milenio a.C.) siendo primero hábitat y posiblemente después necrópolis, pasando el núcleo de habitación al exterior. Cuando estuvimos allí algunos de los cadáveres aún ocupaban grietas y repisas, cristalizados en la parte del esqueleto expuesto al aire y al agua. En conjunto, la Cueva de Pedro Fernández sigue siendo referente en la “facies” cuevas de La Edad del Bronce de la Mancha, que junto a las de motillas, morras y castellones, fueron los modos de colonización del paisaje de aquellos grupos humanos, que ocuparon la Meseta Sur peninsular. 
Años después perdí por completo la ubicación de la Cueva de Pedro Fernández, de la que solo recordaba el río Salado y la línea de alta tensión que cruzaba su actual entrada. Hoy día, treinta años más tarde dirijo, junto a mi esposa, la intervención arqueológica del proyecto de modernización del Canal de Estremera, casi un centenar de kilómetros de tuberías de riego a soterrar en el margen derecho del río Tajo. Y en estas labores, hace unos días tuvimos ocasión de recordar aquella primera campaña de excavación tomado un café en el Higuerlop de Estremera, donde recordaban también a nuestros profesores, que hace unos años rememoraron en una conferencia aquellos trabajos pioneros, poco pródigos en otros de ubicación y registro arqueológico similar. Mientras nos preparamos para excavar un yacimiento coetáneo - Esteva - del término de Almoguera, provincia de Guadalajara, hemos tenido ocasión de redactar estas líneas y recopilar la literatura que atesoramos de aquellas etapas de nuestra formación como arqueólogos.
Desde la otra orilla contemplo la ladera donde se abre la cueva y recuerdo con la sana nostalgia de los años felices cuando amanecía entre calor y mosquitos en aquellas dos primaveras de la Cueva de Pedro Fernández.


J.M.P. (1980 - 1982)

viernes, 4 de junio de 2010

Sanguino y las cerámicas extintas


Hace un par de semanas tuve ocasión de conocer a uno de los últimos ceramistas. Había visto varias veces una casa blanca al borde de la Nacional IV, antes de Puertolápice camino del Sur. La casa, empequeñecida por la velocidad, se apreciaba cuajada de cántaros, platos y toda suerte de barro coloreado y cocido. Un escueto letrero anunciaba un apellido, Sanguino, que evocaba linaje de alfareros.

Años atrás, cuando estudiábamos cuarto de Prehistoria y Arqueología en la Universidad Autónoma de Madrid, presentamos un trabajo de curso - asignatura de Etnología - sobre "cerámicas para la luz: candiles y palmatorias de la cerámica popular de la Península Ibérica". Eran los inicios de la década de los años ochenta y en aquel tiempo se había publicado un libro sobre los alfares que aún permanecían en uso. Aquel estudio nos llevó a conocer la magnífica colección del Museo de Artes y Tradiciones Populares que tenía su sede en nuestro departamento universitario. Ampliamos luego la descripción de piezas de amigos y familiares, para posteriormente empezar a comprar algunos candiles - que a día de hoy pasan del centenar.

Pero de siempre la cerámica nos había acompañado, tanto en la casa familiar, donde se seguían utilizando magníficas macetas - algunas habían viajado con nosotros desde nuestra primera residencia en el norte de Marruecos -, planos ornamentales, varia suerte de saleros y especieros, así como un par de botijos que pasaban los veranos en la umbría ventana de mi habitación. Y claro leyendo y visitando tenderetes de carretera, ferias y mercadillos y ocasionalmente alfares, fuimos forjando un bagaje de la cerámica fosilizada en nuestro tiempo, y que en algunas ocasiones nos servía para comparar con las cerámicas extintas de hace siglos o incluso milenios.

En estas décadas han laguidecido las producciones y se mantiene firme Talavera y Granada - diversificadas - La Rambla y Manises exponentes de la "cerámica globalizada", Lorca y Bailén apagándose y los pequeños lugares, como Tajueco - junto a Burgo de Osma - donde ya un único alfarero  cada vez revoluciona menos su rueda...  Y de aquellos que fueron élite entre artistas, apenas recuerdo queda, Dolores Coronado de Ocaña; Tito de Úbeda; Pedro Mercedes de Cuenca; Punter en Teruel, Lario en Lorca; Aguado en Toledo y Sanguino... toda una familia que firmaba a veces con una estilizada S en los vidriados blancos que se trazaban de manganeso...

En esa tarde en la Nacional IV no pude menos que preguntar a quién nos recibió en su tienda que parentesco guardaba en la familia. "Sanguino era mi padre" y entonces no pude menos de recordar aquellas tres décadas en las que la cerámica nos acompaña, en la labor de arena entre los dedos, en la arqueología cotidiana de recuperar fragmentos de milenios y también en la "arqueología colateral" de asistir a la muerte lenta y en ocasiones reconversión de las industrias cerámicas. En aquella tarde, Sanguino nos evocó aquel mundo que ya no es igual, pero del que retazos aún presentes nos recuerda que quizás nunca asistiremos a la extinción total.

La Dama y el Museo


Conocí a la Dama hace unos cuarenta años. En aquel tiempo la Carretera Nacional IV llegaba recta y meridiana a la glorieta, de donde partía una calle con la fábrica de cerveza Skol y el hotel con garaje. Mi padre nunca circulaba por la ciudad, por lo que yo, apenas con ocho años, disfrutaba en el vagón de cabeza del metropolitano. Este conservaba un cristal enmarcado por un sinnúmero de remaches, desde el que oteábamos el negro túnel revestido de ladrillo y el momento emocionante en el que aparecía la boca de luz de la próxima estación. Quizás en el primero de esos viajes a Madrid me llevó mi madre al Museo del Prado y curiosamente no tengo recuerdos de aquellos días de la colección pictórica, seguramente porque unos años más tarde – doblada la edad de la primera visita - pasaba las mañanas de los sábados, entre los puestos de libros de la cuesta de Claudio Moyano y las inmortales salas de la pintura italiana y española del Prado. Todo ello contribuyó a tener siempre viva la paleta de los lienzos que folsilizan el arte universal entre cuatro paredes.
Recuerdo el busto de la Dama en la planta baja del edificio que concibió Villanueva, rodeada de las fundas del “Tesoro del Delfín”, piel de color granate con innumerables flores de lys , naturalmente doradas. En penumbra y en una vitrina de madera, me impresionó la mirada, la sonrisa y por ende el halo de misterio que sigue desprendiendo la arenisca labrada y otrora polícroma. Años más tarde fue traslada a su hogar definitivo, el Museo Arqueológico Nacional, que empecé a frecuentar cuando cursaba el último año del colegio, el COU. Allí, de la mano de las asignaturas de leguas clásicas y de Jose Luís Navarro, mi profesor, comencé a interesarme por la Iberia coetánea a Pericles, a Sófocles, a Jenofonte…Y allí estaba ella, en el centro de la gran sala por la que se accedía al Museo, en pleno proceso entonces - como ahora - de remodelación. Treinta años no son nada.
El día que se cumplían los cien años del descubrimiento del busto, hace algo más de una década, me hallaba cerca del lugar y me acerqué a La Alcudia, la ciudad que creció durante siglos en el estuario del río Vinalopó. Allí se había organizado una comitiva en torno a una joven ataviada con rodetes en el peinado y acompañada por la consabida banda de música levantina. Entre los bancales de tierras albarizas que sepultaron dos milenios y medio a la Dama pude fotografiar a los acompañantes de la joven en una mañana de cielo grisáceo y brisa de mar. El acto no tuvo más transcendencia que la puramente festiva, pero no dejó de recordarme la vinculación con la mirada de acero y la fina línea de los labios, ligeramente sonrosados. En todos estos años he espaciado las visitas, ya no frecuento la biblioteca del Museo de la calle Serrano, la biblioteca del extinto Instituto Español de Prehistoria, donde recorríamos – balbuciente aún la era digital – años y años de revistas donde la Iberia más profunda se desvelaba desde las crónicas de los comisarios provinciales de excavaciones arqueológicas. 
La Dama reposa allí de sus viajes, vendida a coleccionistas nada más aparecida, devuelta como moneda entre gobiernos en plenas contiendas de mediados del siglo XX , depositada de prestado en salas de un museo que no era su natural destino. Dama de Elche, del otro lado de la cortina del tiempo, del mundo de los muertos iberos, que hizo anidar el recuerdo en un niño de ocho años que venía del otro lado del Estrecho de Gibraltar.