Tres décadas hace que prendió primero la Historia y luego una de sus técnicas "colaterales" la Arqueología. Desde entonces tantos paisajes, tantos lugares y en todos siempre un detalle, que nos deja un jirón de recuerdo. Por ello esta "arqueología colateral" aspira a recuperar retazos de aquellos viajes, estancias, personas, lugares que hemos surcado en pos de la labor cotidiana de la arena entre los dedos, la criba del hueso, de la astilla oxidada que un día clavo fue...

viernes, 4 de junio de 2010

La Dama y el Museo


Conocí a la Dama hace unos cuarenta años. En aquel tiempo la Carretera Nacional IV llegaba recta y meridiana a la glorieta, de donde partía una calle con la fábrica de cerveza Skol y el hotel con garaje. Mi padre nunca circulaba por la ciudad, por lo que yo, apenas con ocho años, disfrutaba en el vagón de cabeza del metropolitano. Este conservaba un cristal enmarcado por un sinnúmero de remaches, desde el que oteábamos el negro túnel revestido de ladrillo y el momento emocionante en el que aparecía la boca de luz de la próxima estación. Quizás en el primero de esos viajes a Madrid me llevó mi madre al Museo del Prado y curiosamente no tengo recuerdos de aquellos días de la colección pictórica, seguramente porque unos años más tarde – doblada la edad de la primera visita - pasaba las mañanas de los sábados, entre los puestos de libros de la cuesta de Claudio Moyano y las inmortales salas de la pintura italiana y española del Prado. Todo ello contribuyó a tener siempre viva la paleta de los lienzos que folsilizan el arte universal entre cuatro paredes.
Recuerdo el busto de la Dama en la planta baja del edificio que concibió Villanueva, rodeada de las fundas del “Tesoro del Delfín”, piel de color granate con innumerables flores de lys , naturalmente doradas. En penumbra y en una vitrina de madera, me impresionó la mirada, la sonrisa y por ende el halo de misterio que sigue desprendiendo la arenisca labrada y otrora polícroma. Años más tarde fue traslada a su hogar definitivo, el Museo Arqueológico Nacional, que empecé a frecuentar cuando cursaba el último año del colegio, el COU. Allí, de la mano de las asignaturas de leguas clásicas y de Jose Luís Navarro, mi profesor, comencé a interesarme por la Iberia coetánea a Pericles, a Sófocles, a Jenofonte…Y allí estaba ella, en el centro de la gran sala por la que se accedía al Museo, en pleno proceso entonces - como ahora - de remodelación. Treinta años no son nada.
El día que se cumplían los cien años del descubrimiento del busto, hace algo más de una década, me hallaba cerca del lugar y me acerqué a La Alcudia, la ciudad que creció durante siglos en el estuario del río Vinalopó. Allí se había organizado una comitiva en torno a una joven ataviada con rodetes en el peinado y acompañada por la consabida banda de música levantina. Entre los bancales de tierras albarizas que sepultaron dos milenios y medio a la Dama pude fotografiar a los acompañantes de la joven en una mañana de cielo grisáceo y brisa de mar. El acto no tuvo más transcendencia que la puramente festiva, pero no dejó de recordarme la vinculación con la mirada de acero y la fina línea de los labios, ligeramente sonrosados. En todos estos años he espaciado las visitas, ya no frecuento la biblioteca del Museo de la calle Serrano, la biblioteca del extinto Instituto Español de Prehistoria, donde recorríamos – balbuciente aún la era digital – años y años de revistas donde la Iberia más profunda se desvelaba desde las crónicas de los comisarios provinciales de excavaciones arqueológicas. 
La Dama reposa allí de sus viajes, vendida a coleccionistas nada más aparecida, devuelta como moneda entre gobiernos en plenas contiendas de mediados del siglo XX , depositada de prestado en salas de un museo que no era su natural destino. Dama de Elche, del otro lado de la cortina del tiempo, del mundo de los muertos iberos, que hizo anidar el recuerdo en un niño de ocho años que venía del otro lado del Estrecho de Gibraltar.

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