Tres décadas hace que prendió primero la Historia y luego una de sus técnicas "colaterales" la Arqueología. Desde entonces tantos paisajes, tantos lugares y en todos siempre un detalle, que nos deja un jirón de recuerdo. Por ello esta "arqueología colateral" aspira a recuperar retazos de aquellos viajes, estancias, personas, lugares que hemos surcado en pos de la labor cotidiana de la arena entre los dedos, la criba del hueso, de la astilla oxidada que un día clavo fue...

sábado, 12 de marzo de 2011

Del Henares al Gigüela. Dos horas en el reloj peninsular

El pasado y presente de los paisajes se halla hendido por los valles y los ríos que los surcan. En una orografía tan plegada como la Península Ibérica, los cursos hídricos se encajan entre las sierras y los sistemas montañosos y en un centenar de kilómetros es posible atravesar varios cursos de cierta entidad. Hoy hemos viajado desde el río Henares, en la ciudad de Guadalajara, hasta el río Gigüela, al sur de cuya margen izquierda se halla Puebla de Almenara, sureste de la actual provincia de Cuenca. Un montón de kilómetros que también atraviesan el Tajuña y el alto Tajo, cuatro valles seccionados por un arco a un centenar de kilómetros del centro, entre las imaginarias 2 y 4 de la esfera del reloj peninsular. Dos horas entre la Alcarria y la Mancha, las mismas que tardamos rodando entre la N-320 y la CM-310, con punto de inflexión en Cañaveras, a escaso medio centenar de kilómetros de Cuenca capital, que queda al este, ya en el Júcar, hoy fuera de nuestro relato.
El ascenso a la alcarria es brusco y a su coronación la carretera deja al oeste el emplazamiento de los restos subterráneos de uno de los cuarteles del Ejército de la II República Española y al este un reciente desarrollo urbano, desangelado, inconcluso y seguramente pendiente de vender a tenor de la multitud de persianas bajas que saludan al tren de alta velocidad, que ha sido hurtado de la capital para detenerse fugazmente en este páramo fallido. A partir de ahí se desencadena la sinfonía sedimentaria, escasamente jalonada de pinos, relictos de otro tiempo. Algún pueblo que otro, al parecer también relicto, colgado de media altura de los páramos, con inverosímiles campanarios en lo poco apropiado de su emplazamiento. La brusca hendidura del Tajuña anuncia el carácter que no pierde el valle hasta las tierras del sudeste madrileño, donde las rampas de la A3 rompen embragues, entre el este de Arganda y Villarejo de Salvanés. Aquí también el descenso es brusco y sirve de cruce a las comarcales que llevan a Pastrana y Mondéjar, antesala de las tierras del Tajo en Zorita, Almoguera y Estremera. Pero no continuamos por aquí, sino hacia el sureste meridiano, hasta el cúmulo de hectómetros cúbicos de Entrepeñas, que se hace pueblo en Sacedón, donde la mole pétrea de la iglesia destaca entre una apreciable calle de arquitectura de casas de dos pisos y dos huecos por forjado, quizás Dieciocho y una curiosa ribera que acumula calafates del Veinte entre desvencijados cascos de fibra de vidrio.
Tras el pantano se abre un valle interior, amplio y bonito, casi de montaña, en cuyo fondo espejea Buendía, que tras ser atravesado - dejando a un lado una curiosa residencia de ancianos, en una posible escuela de hace una centuria – volvemos a ganar altura en los páramos que ahora se hacen feroces cerros testigo, quizás antesala de los grandes poblados de otros tiempos. Olivos abrigados en los piedemontes, retamas, aún sin las carrascas omnipresentes en las tierras de Cuenca. Cañaveras, también enclave, con un pequeño cerro casi cilíndrico y horadado de cuevas y ruinas, rememora la Hita que visitamos hace décadas, y desde ahí, por entre las cumbres, serpenteando en suaves trazados de curva, hasta Huete. El pasado se hace presente en la arquitectura monástica y colegial de un lugar que mantiene a grandes rasgos las trazas de judería y ensanche moderno. Quizás es la puerta sur de la alcarria, pues los paisajes sedimentarios dejan paso a las calizas (que nos habían sorprendido en inverosímiles tablas verticales en el ascenso a Entrepeñas) y quizás a algunos yesos, siempre cómplices del ganado de los grupos de pastores de hace tres o cuatro milenios de los que también hay indicios en estas tierras aún poco sistematizadas en su discurso prehistórico.
Desde aquí la Mancha, o mejor dicho su antesala, que no se materializa hasta que el Gigüela no alcanza las tierras de la frontera de Cuenca y Toledo, entre Quintanar de la Orden y Mota del Cuervo, donde rueda la reciente AP-37 que rememora las calzadas del Sudeste hispanorromano. Tierras casi llanas, que entre Carrascosa y Saelices – nombres parlantes de la vegetación y la sal de otros tiempos – se pueblan ahora de la ingeniería más puntera, sangría al antiguo trasvase Tajo – Segura. También atravesamos su cordón de agua color esmeralda, que serpentea hacia el sur, donde se han instalado parques eólicos y plantas termosolares en un compendio de unas energías a mayor gloria del mundo sigloveintiuno. Pero Segóbriga aguarda encaramada en una loma y sin hollar por ciudad postrera, lejos de otras urbes coetáneas. El Cerro de la Cabeza de Griego está coronado por una ermita, la edilicia más reciente de estos pagos, exceptuando el nuevo museo que se halla a los pies de la ciudad, donde foro, teatro y anfiteatro hermosea en su ruina el paisaje de calizas secundarias que le sirve de fondo. El Gigüela se halla delimitado por este macizo rocoso y no será hasta las tierras de Villamayor de Santiago, donde gane definitivamente la llanura, que ya no abandonará hasta rendirse en el Guadiana. Desde la glorieta de El Luján en unos cuantos km. alcanzamos Puebla de Almenara, donde castillo, ermita y antigua casa del Obispo Juan de Cuenca, nos remite al pasado bajomedieval y moderno realmente espléndido. Pero este ya es texto de otra entrega…

viernes, 11 de marzo de 2011

El Cerro de la Encantada



Fue allí donde fotografié la primera panorámica. Solo cuatro fotos que años más tarde monté sobre una tira de metacrilato, de las que “recuperamos”, como se dice ahora, del cambio de iluminación de los servicios de la facultad. La panorámica pretendía plasmar las dos entradas al Campo de Calatrava desde el sur, una de las primeras ideas que nos trasmitieron cuando llegamos alli, en julio del ochenta y uno. Sobre el cerro en el que nos encontrábamos y mirando al sur, podíamos distinguir las dos hendiduras verticales en las cadenas de sierras que flanqueaban las tierras, rojas, ocres y amarillas. Desde la altura sobre el entorno cerro, los pobladores en tiempos remotos e inciertos, podían advertir cualquier movimiento extraño y prepararse a la defensa. Arquitectura en piedra y seguramente buena vista, completaban las líneas básicas de defensa. 

Habíamos llegado en un autobús de línea – como se llamaban aún entonces -, que había hecho un alto en Daimiel y había arribado al fin a Almagro. Recuerdo que saqué la mochila naranja – marca Altus – de espeleólogo principiante y completamente inapropiada en el entorno canicular y manchego en el que habíamos recalado. Lo único apropiado era el sombrero de paja con el que me cubría, que completaba con camisa blanca sin cuello, peto vaquero y seguramente alpargatas, autenticas espardeñes que adquiría en mis anteriores veranos en las tierras del Valle de Albaida. Nada más llegar a las habitaciones del convento, que nos serviría de residencia en las próximas dos semanas, tuvimos que reorganizar el mobiliario, que no estaba dispuesto para el aluvión de estudiantes – quizás unos cuarenta – que tuvimos que emprender la caza y captura de camas y mesas para acondicionar el bajo cubierta donde montamos el dormitorio de los chicos. Mas tarde ayudamos a colocar las habitaciones del segundo piso en que se instalaron el nutrido grupo de chicas, que en su mayoría acababan de terminar primero. Allí conocí a Maricarmen, que luego me confesó que ya había reparado en mi, cuando hicimos el alto en Daimiel. Ellas siempre llegan antes.

Creo que todo esto pasó en domingo. Por la tarde recorrimos Almagro y caímos en la red de uno de los pueblos con mejor urbanismo y arquitectura de los siglos pasados, así como de los mejor conservados y con magníficas tabernas, entonces. Tampoco se nos olvidará como pusimos un fondo común para ir de bar en bar, con cien pesetas cada uno. Los doce que éramos, con apenas ocho euros de ahora, estuvimos entrando y saliendo de todos los rincones y soportales de la espléndida plaza, a unas quince pesetas el chato de vino... Al día siguiente, a las seis de la mañana ya estábamos en pie, desayuno café con leche y abundantes galletas y al autocar que nos dejó cerca de Granátula de Calatrava, a los pies de un empinado cerro de laderas cuajadas de magníficos olivos y cima de cuchillos de cuarcita verdosa. Era nuestra primera ascensión al Cerro de la Encantada. Cuando llegamos arriba, cada uno pertrechado con lo que le tocaba - una espuerta de herramientas, o una garrafa de agua, o las “patas” del teodolito - la verdad es que aún no hacía el calor que íbamos a resistir durante las mañanas de aquella, creo que era la tercera o cuarta de las campañas de excavaciones arqueológicas sistemáticas, en la que nos integrábamos como estudiantes en prácticas de campo. Pronto nos familiarizamos con los dos sectores, A y B, en este último estábamos asignado a uno de los cortes, que se denominaban por una combinación de letras y números, en un escrupuloso sistema de cuadrículas “whileriano”. Además aprendimos una serie de términos que nos acompañarían ya toda la vida “catalana, por la paleta de albañil que usamos para extraer los sedimentos; alcotana, por la piqueta utilizada sobre todo para “perfilar” los cortes; palustrilla o paletín de alicatador, triangular y con una punta de cuchillo, que antes pendía de nuestro cinturón y ahora colocamos en uno de los bolsillos del chaleco de alta visibilidad, que ya es obligatorio en nuestros desplazamientos por “obra”. Y la carretilla, de la que prácticamente no me separé en los quince días, dando viajes a la empinada terrera, que se colgaba sobre los agudos cantiles en los que remataba la exigua (entonces y nada que ver con la última visita hace un lustro) plataforma de la cima.

Nos dirigía parte del profesorado de la Autónoma de Madrid. Carmen era la actividad personificada y los cortes donde desplegaba su incesante ritmo eran sin duda los mas animados, aunque los chavales no dábamos abasto a vaciar capazos en las carretillas. Ana siempre llevaba uno de los cuadernos de campo, proporcionándonos etiquetas para cada uno de los planos que excavábamos y que adjuntábamos a cada una de las bolsas de material. Etiquetas, que eran entonces auténticas de cartulina, con una arandela reforzada en uno de sus extremos. Ana aparecía y desaparecía detrás de las entonces incipientes lineas de muralla. Y por supuesto Katia, multiplicándose de testigo el testigo – pasillos de un metro de anchura que quedaban en dos de los límites de las cuadrículas de cinco por cinco metros -, siempre atenta, a los cambios de color de los planos arqueológicos, a la cerámica que amontonábamos al borde de los perfiles, a las tenues líneas de piedras mampuestas que asomaban sus lomos cuarcíticos en cualquier esquina del corte. Y lo que entonces no apreciábamos, pero que con el tiempo dejó poso como el buen vino, atenta a nosotros, a como cogíamos las palustrillas, como levantábamos los capazos de tierra del suelo, como debíamos protegernos del sol... De ella, con los años, quizás aprendimos la mayor parte del bagaje que hoy viaja con nosotros y que desplegamos cada mañana que iniciamos un nuevo trabajo de campo. Hemos ya perdido otros hábitos, aunque siempre los recordaremos con cariño, como aquel de encender un cigarro, cada vez que iniciaba el dibujo de uno de los planos de campo. Varios años repetimos miméticamente el gesto, hasta que abandonamos aquellos cigarrillos negros, símbolo de aquellos tiempos. 

Y Meseguer. Dirigía los trabajos de campo de las campañas de verano del yacimiento mas señero del proyecto de investigación que sobre la Edad del Bronce de la Mancha desarrollaba el Departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad Autónoma de Madrid, bajo la dirección del catedrático D. Gratiniano Nieto Gallo, caballero donde los hubo y que para nosotros fue siempre el amable profesor, epílogo de un tiempo que no conocimos, pero que sin duda cimentaron la disciplina en su primer medio siglo de andadura científica. D. Gratiniano falleció unos años después, recién jubilado y quedó para siempre en su tierra adoptiva, Yecla, quizás próxima entrega de esta tribuna. El Dr. Meseguer, entonces “colega y pese a ello amigo” como le gustaba repetir, había sido uno de los fundadores del departamento y de la propia universidad, recién vuelto de su doctorado en Alemania, sobre estadística aplicada al estudio de las cerámicas prehistóricas. Meseguer se había formado con la principal generación de prehistoriadores alemanes, Sangsmeister, Schüle... los iniciadores de la investigación del III y II milenios a.C. en la Península Ibérica, donde lugares como Zambujal, El Cerro de la Virgen o Fuente Álamo, han quedado como baluartes de la investigación que se inició ahora hace media centuria. José Sánchez Meseguer no solo había iniciado la andadura de la Edad del Bronce de la Mancha, en lugares como La Encantada, La Campana, El Cuco, Cueva de Estremera... en paralelo a la Universidad de Granada que desvelaban las motillas daimieleñas del Azuer y Los Palacios, sino que había constituido uno de los primeros “laboratorios” en los que los trabajos de campo tenían su continuación durante todo el curso, entre cajones de cerámica, fichas y planos descriptivos de niveles arqueológicos, diapositivas y los primeros microordenadores – como se llamaban entonces - que se aplicaban a la clasificación y estudio de materiales arqueológicos. Allí le conocimos en la primavera de 1980 y hasta que nos distanciamos, también en primavera, en 1994, fuimos – creemos - atento alumno y leal colega en muchos días de campo, en las entrañas de los landróveres, en las noches de guitarra, en la asunción de un corpus de conocimiento, que fue especialmente intenso en los primeros ocho años. Hoy, desde la atalaya de los años, seguimos creyendo que aquella generación no solo fueron verdaderos maestros, sino que nos proporcionaron la oportunidad de integrarnos en un equipo de investigación y asistir a una decena de campañas de campo en lugares realmente importantes para la prehistoria submeseteña e inovidables para nosotros.

Al final fueron tres las campañas en La Encantada que tomaba su nombre de una pequeña cueva formada bajo una diaclasa y que en algunas épocas del año seguía atesorando el preciado bien del agua. La Cueva de la Encantada, al parecer era el nombre completo del “Cerro de la...”, seguramente leyenda forjada hace un milenio, que quizás recordaba otras un par de milenios más antiguas, cuando sus pobladores primigenios ya se habrían dispersado -quien sabe – por los valles mesetarios, dándose a una vida en pos de sus ganados y dejando cascos de pequeñas cerámicas incisas en sus cabañas abandonadas. Pero antes no había sido así. Habían vivido atesorando grandes recipientes de barro cocido que guardaban la cebada de sus cosechas y que mas tarde acogían a los propios difuntos familiares, bajo los suelos de tierra batida de las viviendas, levantadas sobre muros de piedra y cubiertas de techos de gruesas capas vegetales. Verdaderas casas, de las primeras que como tal podríamos llamar y que han perdurado en su arquitectura básica hasta hace unas décadas. El caserío se agrupaba bajo diferentes recintos de gruesos muros – de aparejo ciclópeo en algunos puntos – destacando algunos edificios de planta más compleja que las usuales viviendas, que concluyen su habitación en verdaderos panteones funerarios.

Fue precisamente en unos de esos muros ciclópeos donde fui encargado de dirigir “mi primer corte”, origen en el cursus honorum que entonces regulaba las prácticas de campo. Aún conservo una fotografía con mis primeros “colaboradores” como nos decía D. Gratiniano. Allí estaba Elena, de mi misma clase, serena, amable, educada, con quien coincidí prácticamente en todas las campañas de entonces e incluso en los tres primeros contratos, ya licenciados, en la Motilla del Retamar... Pero la Encantada no solo eran las imponentes fortificaciones, ni la nutrida necrópolis, de la que entonces aún solo habían aflorado unas docenas de inhumaciones con ajuares de espadas, agujas, punzones... sino los centenares de cuentas de collar, las secciones de colmillos de lejanos elefantes, los botones de sección piramidal de hueso, toda la utillería prehistórica que poco a poco iba calando en nuestras permeables mentes de apenas veinteaños. 
Y además Granátula, patria de Espartero y solar de tabernas – entre ellas la que regentaba el que apodaban “El Zorro”, que preparaba calderos de conejos con tomate. Allí bajábamos a las fiestas veraniegas, a los coches de choque y en especial en la última de las campañas, quizás el momento que estuve más cerca de Lola, cuando rasgaba la pista con la habilidad de la conductora forjada en la natal Extremadura... En este ochenta y seis ya se había construido una casa de piedra, a modo de las primigenias, con sala y dormitorios y deposito de agua que alimentaba una cuba que trabajosamente remolcaba hasta la cumbre un “johndiere” de herrumbroso emblema cérvido en el frontal de radiador. Pasábamos la semana allí y el sábado nos hundíamos en la noche del pueblo que extendía apenas a un par de kilómetros de los pies del cerro. Naturalmente sin teléfonos ni electricidad, ni falta que hacía. Cuando dejaba mi casa, al principio del verano, les escribía a mis padres las coordenadas de La Encantada con el recado que si algo grave pasaba, el cabo del puesto de la Guardia Civil sabía donde encontrarnos. El único guiño al mundo contemporáneo era uno de los ordenadores Apple que se conectaba a una batería de automóvil y en el que por las tardes alimentábamos las bases de datos, minimalistas en la extensión de sus definiciones y bícromas en la pantalla de monitor de cámaras de vigilancia pioneras.

He vuelto varias veces y apenas reconozco en las casi gemelas cimas, la superficie de los dos sectores primigenios. Ahora los círculos de murallas se han multiplicado y la visita se ha ordenado, mediante cuidados senderos desde la casa de piedra de nuestras últimas campañas, que ascienden entre los cuchilllos de cuarcitas y los mampuestos que hoy coronan los muros trimilenarios. Sin duda el conjunto arqueológico más importante de la Edad del Bronce de la Meseta Sur y en el que tuve la satisfacción de aprender, conocer y compartir... prehistoria, amigos y estrellas fugaces.


J.M.P. (1981-1986)