Tres décadas hace que prendió primero la Historia y luego una de sus técnicas "colaterales" la Arqueología. Desde entonces tantos paisajes, tantos lugares y en todos siempre un detalle, que nos deja un jirón de recuerdo. Por ello esta "arqueología colateral" aspira a recuperar retazos de aquellos viajes, estancias, personas, lugares que hemos surcado en pos de la labor cotidiana de la arena entre los dedos, la criba del hueso, de la astilla oxidada que un día clavo fue...

jueves, 8 de diciembre de 2011

Ruinas


Siempre nos atrajeron las ruinas, la decadencia de la arquitectura nos llamó poderosamente la atención, incluso antes de dedicarnos a desentrañar la ruina cubierta de arena, de indagar en la ruina sobre la cota cero. Incluso sin que medie proyecto de trabajo alguno, no nos resistimos a detener el vehículo en cualquier camino o límite de cualquier pueblo o lugar y adentrarnos aunque sea cinco minutos entre los muñones que antes muros fueron, el enjambre de los palos de la cubierta vencidos y el silencio, siempre hay silencio en esos lugares. Apenas un par de docenas de fotografías y la despedida del lugar al que casi con toda seguridad jamás volveré a pisar. Así quizás un centenar de lugares, de los cuales atesoro hojas de diapositivas, muchos de los cuales ya habrán sucumbido al paso de estas tres décadas, desde que iniciara este periplo.
Las ruinas nos presentan la edilicia desnuda con los huecos como cuencas vacías, despojados de carpinterías y herrajes, casi siempre sin los revocos y los enlucidos que ocultan las fábricas a lo largo de los siglos. Se muestran así como maestras del hacer de los alarifes, de la costumbre del cobijo en los paisajes que nos circundan, aunque a veces hurten su cronología en la sencillez de sus líneas y soluciones y quedemos pergeñando hipótesis en el aire, mientras seguimos apretando el botón que libera el obturador de nuestra cámara fotográfica. Pero no siempre la ruina es manifiesta, la ruina urbana es mucho más efímera, sustituida en los ciclos en los que el ladrillo se halla sobredimensionado o en los que simplemente las ordenanzas municipales conminan a hacerlas desaparecer por pulcras tapias o suerte de alambradas modulares que ocultan con rollos de rafia plástica los tristes solares en que quedan convertidas.
El campo, como casi siempre es otro mundo y este es el hogar natural de la ruina ibérica. Cortijos desmembrados, casetas de peones camineros, ermitas que perdieron a los feligreses hace centurias, alguna factoría que se resiste a sucumbir, como antes lo hizo la sociedad mercantil que la mantenía y la maquinaria que la poblaba. Y aquí es donde hemos tenido nuestras mejores visitas, nuestros ratos de ocio entre pueblo y pueblo, fruto de la casualidad y de acopiar esta memoria en nuestra “arqueología colateral” que narramos desde hace algún tiempo. Siempre hay algunos lugares que dejan más vívido el recuerdo. Entre 1990 y 1993 tuvimos ocasión de residir algunos meses de cada año entre Coria del Río y Villafranca y los Palacios, provincia de Sevilla. Allí la marisma nos regalaba, no solo los imponentes cortijos de olivar, entrevistos a la entrada de las explotaciones agrarias en pleno rendimiento y muy lejos de la ruina que glosamos hoy, sino también con una suerte variada de edificios otrora blancos, que salpicaban las estelas del verde llano y primavera. Entre todos recordamos una plaza de tientas, con su sistema de callejones para obligar a las reses a pisar el albero ya desaparecido. Aunque relativamente bien conservada, aparecía solitaria y desangelada, aun pintada en mucho de sus paramentos del granate que acompaña a los ruedos taurinos, aquí de sólida fábrica. A sus pies, la marisma aparecía franca y hermosa, espejeando a lo lejos.
Hace apenas un par de meses tuvimos ocasión de visitar una antigua factoría de generación de energía eléctrica junto al cauce del río Tajo, en el sureste madrileño. Sus trazas parecían corresponder a inicios del siglo XX y conservaba parte de los generadores, así como casi toda la cubierta y paramentos. En entorno aparecía bastante limpio, solo salpicado por las terreras de las partes desprendidas de la fábrica original. Silencio como en todos estos lugares, silencioso también el río en estos tramos madrileños. No hemos tenido ocasión de contrastar otro tipo de información sobre el lugar, excepto la observación directa de esta hoy ruina, ayer pequeña fábrica de energía eléctrica, pero no cabe duda que en su momento fue indispensable en el desarrollo de estos términos municipales. Hoy, quizás por ser el último visitado, lo citamos en esta bitácora. 
Las ruinas salpican los paisajes y nos ofrecen un panorama de las épocas que tuvieron mayor desarrollo en cada uno de esos lienzos en que hoy se han convertido los paisajes a través de las ventanillas de nuestros vehículos.

Siete de octubre de dos mil once


Hace ahora 30 años cursaba el segundo curso de Geografía e Historia en la Universidad Autónoma de Madrid. Un día de primavera me convocó uno de los profesores, Dr. José Sánchez Meseguer, a su despacho, pues yo iba a a participar en la campaña de excavaciones arqueológicas programada para el verano próximo. Sobre una mesa junto a la ventana se hallaba un pequeño monitor, conectado a un par de cajas de color claro. Al acercarme pude comprobar que tenía un logotipo parecido a una manzana de colores. El profesor me dijo que era un "micrordenador" Apple II y que era de los primeros que habían llegado a España. La otra de las cajas era la unidad de "disco duro" de 10 Mg., del tamaño de una caja de zapatos. Ese equipo era la unidad central del proyecto de investigación sobre La Edad del Bronce de la Meseta Sur y durante los siguientes siete años que permanecí vinculado al equipo vi crecer  el parque de "apples" y pasé centenares de horas junto a aquellas pantallas de letras verdes o negras. 
Mas tarde cuando inicié mi andadura profesional no pude acceder a los recién nacidos "mackintoshs" y tuve que optar por el camino equivocado pero asequible entonces a los que empezábamos nuestra actividad laboral. He vuelto a Mac hace un par de años, cuando me superó definitivamente el cúmulo de fallos de los equipos de mi empresa de patrimonio histórico. Al principio con algún temor por no perder la información acumulada en más de dos décadas de trabajo, pero sin problemas y desde entonces multiplico por dos mi tiempo bajo la sensibilidad de los teclados y ratones de mis nuevos equipos. Migrar al "lado oscuro" como dice alguno de mis amigos es de lo mejor que he hecho en la última década. 
Por ello y en el día de hoy he rezado una oración al abrir la página de la compañía, un instante después de oír la noticia en la radio. 
Gracias Sr. Jobs

miércoles, 8 de junio de 2011

La Torre de Babel


Una luminosa mañana vienesa - hace un par de años - subimos las escaleras del Kunsthistoriche Museum. Apoteosis de mármol en la rotonda que acoge las minúsculas mesas del restaurante, que unas horas después nos sorprendería con magníficas ensaladas y apropiados segundos, aunque siempre dentro de la “serenísima” gastronomía centroeuropea. De la tienda del museo, mejor no hablar, pues hubiéramos arrasado con postales, posters, juegos…, y con media librería, si no hubiera sido por el omnipresente idioma alemán de las magníficas ediciones. Una de las plantas acoge una colección de vasos áticos, que solo por el proyecto expositivo, en enormes vitrinas de estantes traslúcidos, merece detenerse un buen rato. Además, como el Louvre (al menos hace unos años), puede fotografiarse lo que se desee, excepto naturalmente con trípode y flash, por lo que armados con una sencilla reflex Sony de tipo compacto (que trabaja la luz de los interiores como ninguna) nos dedicamos a plasmar detalles de algunos de los cuadros que nos deparara la planta alta.
Y aquí surge otra apoteosis, en pintura italiana y de los países bajos sobre todo, otro Prado con los mismos orígenes, en la colección de la monarquía austriaca. Varios retratos del mejor aposentador que la Corte tuviera nunca, Diego Velázquez, dan fe de ello y una de las mejores pinturas de niños de todas las épocas, el retrato del príncipe Felipe Próspero, inteligente mirada de los infantes de los Austrias. En una de las salas centrales, una copista tiene desplegada un lienzo en el suelo sobre la que un amplio caballete muestra la tela réplica. Un cono truncado se eleva hacia un cielo de un azul eléctrico (por qué se aplicará este adjetivo al azul…). Horadado de ventanas, circundado de pasarelas, rodeado en su base de toda una amalgama de personajes variopintos, la Torre de Babel se eleva inconclusa, en un futuro ciertamente incierto.
Siempre tuvimos predilección por la pintura flamenca. En las visitas de adolescente al Prado, siempre terminábamos en una angosta sala, que si mal no recordamos estaba en la esquina noroeste del rotundo edificio de Villanueva. El Jardín de las Delicias siempre nos sorprendía con un personaje nuevo, desde la serenidad del Paraíso al abigarramiento infernal, que debe estar atestado a juzgar por los pinceles del inmortal pintor. Después posábamos nuestra mirada en el Carro de Heno, otro tríptico alegórico de impecable factura, para continuar con las tentaciones de San Antonio, singular lienzo entre el universo detallista que enseñoreaba toda la sala. En otras ocasiones, por mor de las rutinarias excursiones del colegio y las visitas de familiares a los que acompañábamos al monasterio escurialense, nos deteníamos en esos otros escasos boscos también atesorados por el Monarca Prudente. La verdad es que no recordábamos que la Torre de Babel de Pieter Brueghel se hallaba en este magnífico museo vienés y la verdad es que pasamos un rato muy agradable contemplando el cuadro.
Alguien, si es que alguien lee esto algún día, puede preguntarse que tienen que ver estas líneas con la Arqueología. Cada día somos más conscientes que no podemos interpretar ni contar lo que excavamos (en la pura praxis arqueológica) sin ahondar en el arte de todas épocas y bajo todas sus variedades. La arquitectura se nos puede presentar como esencial, pues en muchas ocasiones – como recogían algunos autores en sus textos – somos “desveladores de arquitecturas extintas” y el registro en forma de estructuras es fundamental en el trabajo que realizamos. Pero conocer siglos completos de la historia de Europa a partir de la fuente inigualable cual es la pintura es un ejercicio que siempre nos subyugó, a pesar de la poca didáctica y quizás pocos conocimientos de los profesores de historia del Arte, que nos persiguieron al menos tres cursos en el colegio y otros tantos en la universidad.
Por ello en esta mañana vienesa encontrarnos frente a frente a la Torre de Babel nos hizo rememorar de golpe las ideas, las hipótesis y en suma las incertidumbres que las “arquitecturas extintas” nos suscitan desde hace una década. La propia construcción inconclusa, los colores de las fábricas arquitectónicas, las minúsculas casitas que se integran en los paramentos cuajados de arcos y balcones, nos hizo recordar que lo más cerca que hemos estado de la base de una torre similar es la ciudadela de Alepo en Siria. No creemos que Brueghel conociera Alepo, pero es indiscutible que la idea de Babel viajó desde oriente hasta el corazón de Europa.

domingo, 5 de junio de 2011

Carta a Lorenzo Silva

Estimado Sr. Silva, 
En primer lugar he de confesar que no conozco el universo de la literatura española actual, por lo que Lorenzo Silva quizás era uno de los nombres que asociábamos a la literatura, pero que no conocíamos en detalle. En nuestro caso, quizás nos avergüence confesarlo, dejamos de interesarnos en el día a día de la literatura cuando decidimos "no ser escritor" y elegir otros estudios (en nuestro caso la Historia). Guardamos una carpeta de adolescente, donde plasmamos al final de los años setenta nuestro particular universo que se desarrollaba entre paseos, visitas a exposiciones y cañas en la Cervecería de Correos.
Pero el objeto de este mensaje es agradecerle el descubrimiento de un libro como del Rif a Yebala. No se exactamente como, pero estaba terminando de leer la reciente biografía de Abd-El Krim, y supongo que en alguna búsqueda de las que hacemos ahora (que lejos la sala de ficheros de la Biblioteca Nacional...) encontré la referencia de sus libros e inmediatamente pedí el citado además de “El nombre de los nuestros”. 
Mi interés por el norte de África es bastante similar al suyo, por lo que he podido conocer de su biografía. Nací en Melilla hace casi medio siglo y mi abuelo, que murió unos años después, fue militar del regimiento de Ceriñola 42, del que conservo además de algunos libros, su máquina de escribir y un par de diplomas de las condecoraciones de aquella Guerra de Marruecos. También conservo el recuerdo de aquella casa melillense de la calle Ibáñez Martín y de mi abuela Lola, que vivió sus últimos años con nosotros. Precisamente en esos años de niñez mi familia se trasladó a Tetuán, donde entre los cinco y los doce, discurrieron aquellos primeros años de tan feliz recuerdo. Ceuta, Xauen, Tánger, Larache fueron los lugares más frecuentes y más esporádicos, Fez, Rabat, Casablanca y Mequinés (como siempre le llamamos). En 1972 llegué a Madrid, donde continúo, a veces a mi pesar.
No he de extenderme en alabanzas, ya que la impecable exposición y la claridad del texto habla por si solo, sino expresar la hondura en el recuerdo y la emoción de algunos pasajes. Tampoco he evitado derramar alguna lágrima en el pasaje en el que deposita la tierra de Madrid sobre el sepulcro de su abuelo. Como puede comprobar no he concluido aún la lectura, pero no me he resistido a expresarle mi gratitud. 
Quizás no son tiempos fáciles, pero hallar literatura como la que se desprende de sus páginas es un aliciente en la idea que quizás no está todo perdido. 
Gracias y afectuosos saludos de, 

José Martínez Peñarroya

martes, 19 de abril de 2011

El Castillo de Belmonte



Hemos vuelto al castillo de Belmonte, casi diez años después. Recordamos de entonces el vértigo del camino de ronda en la vertiente del patio de armas, la oscuridad de las estancias y los paramentos de un color indefinido. Conservamos la fotografía de una de nuestras sobrinas, muy niña, sobre uno de los bancos adosados a las ventanas del piso superior. Era y es un castillo bien conservado, donde la ruina llevaba decenios ausente o quizás nunca había conciliado la hiedra sobre las piedras que circundaban una planta relativamente sencilla, de un par de crujías conservadas y cortina de cierre en la que se incluye una completa y achatada torre del homenaje.

A finales de 2010 se reabrió al público tras años de rehabilitación, según reza la placa clavada bajo el soportal del patio. Según esta, el Excmo. Ayuntamiento realizó los trabajos con la colaboración de los ministerios de Fomento y Cultura, la Junta de Comunidades de Castilla- La Mancha y la Casa Ducal de Peñaranda. En el audiovisual que se exhibe al inicio de la visita se menciona explícitamente que el resultado ha sido posible gracias a un acuerdo de colaboración entre las entidades mencionadas y familia propietaria, dos de cuyos miembros exponen, de forma concisa y meridiana, el proceso de rehabilitación del castillo. Abundamos en este aspecto, quizás por poco usual, pero ciertamente imprescindible en una intervención como esta, donde el papel de la familia seguramente ha sido determinante. Quizás estamos demasiado acostumbrados a la actuación de las administraciones – que con dinero público – en muchas ocasiones encarecen los procesos de obra y en bastantes otras acaban por abandonar a su suerte a los edificios restaurados, a base de nulo mantenimiento y escasa innovación en contenidos de una pretendida industria cultural, que no deja de ser un método de mantener unos puestos de trabajo clientelares y escasamente cualificados.

Naturalmente es encomiable la labor realizada y que podamos admirar el resultado, aún muy reciente y que deseamos tenga larga continuidad en el tiempo. Quizás quede rodar más las áreas de acogida y cafetería, con su solitaria armadura a la puerta, quizás fuera de contexto y que nos recuerda la “estética hostelera” de la que hablaremos en otra entrega. Sin embargo impecables las señales que conducen la visita y el audiovisual -. que se proyecta sobre la parte alta de la puerta de entrada a la planta baja de una de las crujías – en un audaz montaje de tres proyectores, que consiguen un formato panorámico muy apropiado para este tipo de audiovisual. Nos recuerda en cierta medida el que se exhibía al menos hace unos cuantos años en el “Centro de Interpretación” (horrible definición que habría que sustituir más pronto que tarde) de la Valltorta en Castellón. Aquél, mediante varios proyectores de clásicas diapositivas, ofrecía unos efectos visuales ciertamente bien logrados. En este caso, en el castillo de Belmonte, se muestran unos ajustados y concisos textos – con el bien medido recurso de la dramatización de dos de las principales protagonistas que albergaron los muros de la fortaleza – Doña Juana la Beltraneja y la Emperatriz Doña Eugenia de Montijo. En definitiva buenas imágenes bien narradas sin el hartazgo contemporáneo de los recursos digitales que tan mal van a envejecer.

Dos notas mas en este aspecto. Acertada la presencia de las audioguías, aunque no hemos tenido ocasión de escuchar, pues encomiamos la decisión de permitir la toma de fotografías en el interior (naturalmente sin flash ni trípode) y dado el tiempo tasado de la visita hemos optado en esta fotografiar y no escuchar la narración de la audioguía. En este caso el tiempo queda bajo la batuta de nuestro amigo Jorge Jiménez Esteban, director del visita organizada por la Asociación de Amigos de los Castillos, pues les acompañamos por la tarde al Castillo de Almenara, también señorial aunque sin conservación durante quizás tres siglos. Jorge, sin duda, es la persona que más experiencia tiene en viajes de carácter cultural, habiendo dirigido centenares de ellos a decenas de castillos, monasterios y conjuntos históricos.

El edificio se nos muestra impecable en la fábrica de ladrillo de las dos fachadas conservadas en el patio y completo en los paramentos exteriores – de almenado ciertamente historicista – y la torre del homenaje que se halla junto a la puerta de ingreso al segundo recinto. Otra de las características de este conjunto es la muralla urbana que arranca de la intersección de los paramentos noreste – sureste y noroeste – suroeste respectivamente. Esta muralla se acaba diluyendo en el caserío blanco que se extiende a los pies de la fortaleza, aunque se conservan un par de puertas bastante interesantes. Por otra parte, el pulcro interior presenta una escalera “muy XIX” situada en el extremo de una de las crujías divida longitudinalmente por un muro de carga atravesado por huecos realzados por jambas y dinteles de notable cantería. En el lado recayente al patio la estancia aparece diáfana y comunica con la crujía contigua, de la misma disposición que la descrita. En las esquinas se accede al interior de los torreones y la mitad de la crujía que da al exterior (hacia el casco urbano) aparece dividida en una serie de estancias en la más cercana a la escalera. En la planta primera se han recreado diversas habitaciones bajomedievales, bastante acertadas, mientras que en la segunda, se escenifican las estancias a modo del siglo XIX, cuales debieron ser las de emperatriz de Francia. La crujía más alejada de la escalera presentan las estancias exteriores diáfanas, en un magnífico salón de ventanas afiligranadas y soberbia armadura en la primera. También hemos observado una de las estancias con una “instalación” de arte contemporáneo.

En suma, un castillo que había llegado prácticamente completo, o reintegrado en algunos de sus paramentos, a finales del siglo XX y que ahora tras unos años de rehabilitación integral, se muestra en todo su esplendor bajomedieval, con adecuada escenografía y elementos edilicios que nos llevan de la mano hasta el mismo siglo XIX, en una poco habitual unión de dos épocas bastante alejadas cronológica y estéticamente. Iniciativas como la presente nos reafirman que la adaptación indiscriminada de “contenedores históricos” para otros usos para los que fueron concebidos acaban desvirtuando y destruyendo el edificio. La Universidad de Santa Catalina de Burgo de Osma es solo un ejemplo de este “estilo hostelero” de paredes sin enlucir, techos plagados de halógenos y pavimentos generalmente de ladrillo o caliza de la peor calidad. En suma edificios destruidos de los que se mantiene apenas una cáscara para conservar el sello de “patrimonio histórico”. En esta línea, que acertado el mantenimiento de los paramentos revocados en todas las estancias del Castillo de Belmonte y nunca seremos conscientes del daño que han hecho las alcotanas al reventar los enlucidos seculares de tantos y tantos edificios hoy convertidos en simples y vulgares “naves industriales ilustradas”.

miércoles, 13 de abril de 2011

Burgos

Hemos estado otra vez en Burgos. La verdad es que habíamos pasado varias veces en los últimos años, e incluso habíamos intentado comer en un renombrado restaurante de las afueras de la ciudad, con desastrosa atención y retirada a tiempo, aunque hambrientos. El remedio fue un pequeño barecito en la carretera de Aguilar de Campoo, donde entre cecina y morcilla, volvimos a la vida.
Pero ahora ha sido diferente. Para empezar la catedral ya no es negra, sino ocre blanquecina y parece mas pequeña, aunque la filigrana de piedra permanece incólume. No obstante el “Plan Director” también ha aterrizado en la sede episcopal, dividiendo claramente las áreas de turismo y culto, siendo la entrada de la primera de un precio asequible y el espacio de la segunda acorde con las dimensiones totales de la Seo. Que lejos de la Catedral Primada, que tan desagradablemente nos sorprendió hace algún tiempo - megafonía incluída en su interior – quizás en añoranza por la que ya no existe en estaciones de ferrocarril o terminales aeroportuarias. Añadamos en Burgos la claridad del programa de mano que escuetamente nos guía por el interior de claustros y naves, así como de las señales de identificación en cada una de las capillas, casi todas visitables. Todo se encuentra sorprendentemente blanco, de una caliza impoluta, alejada de aquellas piedras grises y negruzcas que pueblan los recuerdos de nuestra adolescencia viajera. Solo un “pero”, ni coro ni altar pudimos visitar, ya que se estaba preparando una ceremonia para esa misma tarde. El paso de los años quizás nos permite recrearnos en los detalles. Y el arte quizás es un conjunto de detalles que pasan inadvertidos bajo la apariencia de un conjunto homogéneo. En esta grata visita, junto a nuestro primo Jose Antonio, pudimos detenernos en las pinturas de la Capilla de San Juan de Sahagún y en la magnífica exposición de “El Greco en la catedral”, bonita iniciativa - de mejor catálogo, donde brillan con luz propia algunas de las obras de quizás el pintor más original del siglo XVI.
El Monasterio de San Juan es un convento en ruina del que queda parte de los paramentos de la iglesia, con la torre bien conservada, así como el claustro y la sala capitular, que actualmente es marco incomparable para celebraciones. Allí asistimos al enlace de Patricia y Oscar bajo una de las nueve bóvedas se cruzan nervios de pulcra cantería. La ceremonia no pudo tener mejor marco y el actual jardín, aunque minimalista en la vegetación, distiende a los invitados en las simpáticas fotos familiares. Logramos algunas fotos sorpresa, que no han quedado nada mal, ya que los novios – jóvenes y guapos – propician el resultado de las instantáneas. De ahí nos dirigimos al hotel Velada que se halla en el solar de un palacio de finales del siglo XVIII que conserva la fachada a la calle Fernán González, además del cierre posterior y paramentos de un pequeño jardín, que se mantienen en uno de los salones del conjunto hotelero, donde celebramos el epílogo de la ceremonia anterior. También conserva varios arcos de ladrillos de poco espesor. Un lugar muy agradable y situado en pleno centro de la ciudad, ahora de tráfico compartido y de aceras peatonales, sobre todo en las calles que rodean la Plaza Mayor. Buenas joyerías, algunas tabernas donde aún no ha llegado la madrileña costumbre del aperitivo gratis total, y animación, mucha animación, además de otras tiendas que definitivamente nos hablan de la voluntad de los burgaleses de conservar su rico patrimonio urbano, huyendo por el momento de otros modelos comerciales. Estos también existen, pero al parecer no han podido sustituir el espléndido centro de la ciudad castellana.
El Monasterio de Santa María Real de las Huelgas era uno de esos lugares que nunca habíamos visitado y que tenía especial significación para nosotros. Tenía y tiene, pues tras la visita hemos afirmado el aura de siglos que gravitaba en nuestro intelecto. Seguramente habíamos visto imágenes del conjunto monástico, pero ahora todo es mucho más inmediato y por ello hace tiempo que solo accedemos a la información de la red, de los lugares que pretendemos visitar, para situar el lugar en el mapa correspondiente y si acaso los horarios de apertura. Queremos seguir teniendo sorpresas y que los lugares cargados de años – creo que también les llaman monumentos, parques arqueológicos, museos - se desvelen a cada vuelta de nave, pasillo o estancia.... Comprendemos que ya no podemos visitar estos conjuntos como hace años, donde se paseaba despacio, e incluso invertir el sentido de la visita y hacer las fotos sin prisa y siempre sin flash. Antes las cámaras no tenían flash incorporado, por lo que accedíamos con el diafragma muy abierto, o con película de alta sensibilidad. El flash incorporado es uno de los símbolos de este siglo XXI. ¿porque en los espectáculos de masas nadie se ocupa de desconectar el flash de sus cámaras?. Es curioso ver las decenas de miles de destellos que se derrochan en cada uno de esas concentraciones. Lo mismo que ocurre en estos recintos históricos, donde tras las reiteradas desobediencias de los “turistas de flash fácil“ se ha optado por impedir el uso de cámaras fotográficas. Mientras, saboreábamos la luz de media mañana entre las columnas del claustro antiguo.
Sorprende lo arropado que aparece el monasterio por el pequeño núcleo urbano que lo separa del río. Además el conjunto de espacios construidos y espacios intermedios se halla bastante “indemne”, por lo que cada desplazamiento entre edificios se realiza a través de espacios ordenados y delimitados y no como en otros conjuntos monásticos, donde apenas quedan restos de iglesia y claustro. La iglesia, tan peculiar, con el muro de separación entre naves y cabecera – crucero, pero conservando los rasgos de las iglesias monásticas del siglo XIII. Y el área claustral, con la “gloria” bajo el suelo, roble puro del siglo XVI, y el panteón real de la Corona de Castilla, con los hoy desnudos sepulcros, que en forma y cromía recuerdan los sarcófagos de la Bética, aunque sin la decoración en relieve de estos. Por cierto, el intenso frío mantenía compacto el grupo de visita y en silencio, ¿ o es que el silencio era signo de respeto ante el conjunto monástico ?. Con toda probabilidad el grupo, en su mayoría de jóvenes, aprovechaba el fin de semana en Burgos para visitar con todo respeto el monasterio y sobre todo, sin los habituales comentarios sobre el clero medieval...  ¿Será que hay mucho más interés en este tipo de lugares históricos ?, muy posiblemente y seria una buena línea de investigación. El colofón es una de las capillas, de arquitectura mudéjar, o quizás parte de un conjunto de baños, que nos recuerda el sur del Duero, el mismo Tajo en la propia Toledo. La cúpula, los huecos, los paramentos, todo nos recuerda la mejor edilicia de Al-Andalus. Otra de las capillas cercanas, donde se guarda al efigie que mediante un mecanismo armaba caballero al propio rey, presentaba una armadura en el techo soberbia, y sobre todo, con la coloración bastante intacta y unas paredes sin revocar, en este funesto estilo “hostelero” que nos asola desde hace décadas y que no tiene visus de batirse en retirada. Otro día hablaremos de estas paredes desnudas. Las Huelgas nos ha sorprendido por lo homogéneo del monasterio, las reformas sobre los claustros, los suelos de guijarros de apenas medio siglo, los escudos de las abadesas del siglo XIX...todo un conjunto monástico conservado en su posible carácter primigenio.
En definitiva una de las capitales castellanas que ha sabido guardar el paisaje edilicio y quizás lo que es mas importante, la voluntad de los habitantes que hace posible acercarse a una ciudad donde el patrimonio histórico no es un conjunto de manzanas de piedra más o menos conservada, sino que se imbrica en el devenir diario de Burgos.

sábado, 12 de marzo de 2011

Del Henares al Gigüela. Dos horas en el reloj peninsular

El pasado y presente de los paisajes se halla hendido por los valles y los ríos que los surcan. En una orografía tan plegada como la Península Ibérica, los cursos hídricos se encajan entre las sierras y los sistemas montañosos y en un centenar de kilómetros es posible atravesar varios cursos de cierta entidad. Hoy hemos viajado desde el río Henares, en la ciudad de Guadalajara, hasta el río Gigüela, al sur de cuya margen izquierda se halla Puebla de Almenara, sureste de la actual provincia de Cuenca. Un montón de kilómetros que también atraviesan el Tajuña y el alto Tajo, cuatro valles seccionados por un arco a un centenar de kilómetros del centro, entre las imaginarias 2 y 4 de la esfera del reloj peninsular. Dos horas entre la Alcarria y la Mancha, las mismas que tardamos rodando entre la N-320 y la CM-310, con punto de inflexión en Cañaveras, a escaso medio centenar de kilómetros de Cuenca capital, que queda al este, ya en el Júcar, hoy fuera de nuestro relato.
El ascenso a la alcarria es brusco y a su coronación la carretera deja al oeste el emplazamiento de los restos subterráneos de uno de los cuarteles del Ejército de la II República Española y al este un reciente desarrollo urbano, desangelado, inconcluso y seguramente pendiente de vender a tenor de la multitud de persianas bajas que saludan al tren de alta velocidad, que ha sido hurtado de la capital para detenerse fugazmente en este páramo fallido. A partir de ahí se desencadena la sinfonía sedimentaria, escasamente jalonada de pinos, relictos de otro tiempo. Algún pueblo que otro, al parecer también relicto, colgado de media altura de los páramos, con inverosímiles campanarios en lo poco apropiado de su emplazamiento. La brusca hendidura del Tajuña anuncia el carácter que no pierde el valle hasta las tierras del sudeste madrileño, donde las rampas de la A3 rompen embragues, entre el este de Arganda y Villarejo de Salvanés. Aquí también el descenso es brusco y sirve de cruce a las comarcales que llevan a Pastrana y Mondéjar, antesala de las tierras del Tajo en Zorita, Almoguera y Estremera. Pero no continuamos por aquí, sino hacia el sureste meridiano, hasta el cúmulo de hectómetros cúbicos de Entrepeñas, que se hace pueblo en Sacedón, donde la mole pétrea de la iglesia destaca entre una apreciable calle de arquitectura de casas de dos pisos y dos huecos por forjado, quizás Dieciocho y una curiosa ribera que acumula calafates del Veinte entre desvencijados cascos de fibra de vidrio.
Tras el pantano se abre un valle interior, amplio y bonito, casi de montaña, en cuyo fondo espejea Buendía, que tras ser atravesado - dejando a un lado una curiosa residencia de ancianos, en una posible escuela de hace una centuria – volvemos a ganar altura en los páramos que ahora se hacen feroces cerros testigo, quizás antesala de los grandes poblados de otros tiempos. Olivos abrigados en los piedemontes, retamas, aún sin las carrascas omnipresentes en las tierras de Cuenca. Cañaveras, también enclave, con un pequeño cerro casi cilíndrico y horadado de cuevas y ruinas, rememora la Hita que visitamos hace décadas, y desde ahí, por entre las cumbres, serpenteando en suaves trazados de curva, hasta Huete. El pasado se hace presente en la arquitectura monástica y colegial de un lugar que mantiene a grandes rasgos las trazas de judería y ensanche moderno. Quizás es la puerta sur de la alcarria, pues los paisajes sedimentarios dejan paso a las calizas (que nos habían sorprendido en inverosímiles tablas verticales en el ascenso a Entrepeñas) y quizás a algunos yesos, siempre cómplices del ganado de los grupos de pastores de hace tres o cuatro milenios de los que también hay indicios en estas tierras aún poco sistematizadas en su discurso prehistórico.
Desde aquí la Mancha, o mejor dicho su antesala, que no se materializa hasta que el Gigüela no alcanza las tierras de la frontera de Cuenca y Toledo, entre Quintanar de la Orden y Mota del Cuervo, donde rueda la reciente AP-37 que rememora las calzadas del Sudeste hispanorromano. Tierras casi llanas, que entre Carrascosa y Saelices – nombres parlantes de la vegetación y la sal de otros tiempos – se pueblan ahora de la ingeniería más puntera, sangría al antiguo trasvase Tajo – Segura. También atravesamos su cordón de agua color esmeralda, que serpentea hacia el sur, donde se han instalado parques eólicos y plantas termosolares en un compendio de unas energías a mayor gloria del mundo sigloveintiuno. Pero Segóbriga aguarda encaramada en una loma y sin hollar por ciudad postrera, lejos de otras urbes coetáneas. El Cerro de la Cabeza de Griego está coronado por una ermita, la edilicia más reciente de estos pagos, exceptuando el nuevo museo que se halla a los pies de la ciudad, donde foro, teatro y anfiteatro hermosea en su ruina el paisaje de calizas secundarias que le sirve de fondo. El Gigüela se halla delimitado por este macizo rocoso y no será hasta las tierras de Villamayor de Santiago, donde gane definitivamente la llanura, que ya no abandonará hasta rendirse en el Guadiana. Desde la glorieta de El Luján en unos cuantos km. alcanzamos Puebla de Almenara, donde castillo, ermita y antigua casa del Obispo Juan de Cuenca, nos remite al pasado bajomedieval y moderno realmente espléndido. Pero este ya es texto de otra entrega…

viernes, 11 de marzo de 2011

El Cerro de la Encantada



Fue allí donde fotografié la primera panorámica. Solo cuatro fotos que años más tarde monté sobre una tira de metacrilato, de las que “recuperamos”, como se dice ahora, del cambio de iluminación de los servicios de la facultad. La panorámica pretendía plasmar las dos entradas al Campo de Calatrava desde el sur, una de las primeras ideas que nos trasmitieron cuando llegamos alli, en julio del ochenta y uno. Sobre el cerro en el que nos encontrábamos y mirando al sur, podíamos distinguir las dos hendiduras verticales en las cadenas de sierras que flanqueaban las tierras, rojas, ocres y amarillas. Desde la altura sobre el entorno cerro, los pobladores en tiempos remotos e inciertos, podían advertir cualquier movimiento extraño y prepararse a la defensa. Arquitectura en piedra y seguramente buena vista, completaban las líneas básicas de defensa. 

Habíamos llegado en un autobús de línea – como se llamaban aún entonces -, que había hecho un alto en Daimiel y había arribado al fin a Almagro. Recuerdo que saqué la mochila naranja – marca Altus – de espeleólogo principiante y completamente inapropiada en el entorno canicular y manchego en el que habíamos recalado. Lo único apropiado era el sombrero de paja con el que me cubría, que completaba con camisa blanca sin cuello, peto vaquero y seguramente alpargatas, autenticas espardeñes que adquiría en mis anteriores veranos en las tierras del Valle de Albaida. Nada más llegar a las habitaciones del convento, que nos serviría de residencia en las próximas dos semanas, tuvimos que reorganizar el mobiliario, que no estaba dispuesto para el aluvión de estudiantes – quizás unos cuarenta – que tuvimos que emprender la caza y captura de camas y mesas para acondicionar el bajo cubierta donde montamos el dormitorio de los chicos. Mas tarde ayudamos a colocar las habitaciones del segundo piso en que se instalaron el nutrido grupo de chicas, que en su mayoría acababan de terminar primero. Allí conocí a Maricarmen, que luego me confesó que ya había reparado en mi, cuando hicimos el alto en Daimiel. Ellas siempre llegan antes.

Creo que todo esto pasó en domingo. Por la tarde recorrimos Almagro y caímos en la red de uno de los pueblos con mejor urbanismo y arquitectura de los siglos pasados, así como de los mejor conservados y con magníficas tabernas, entonces. Tampoco se nos olvidará como pusimos un fondo común para ir de bar en bar, con cien pesetas cada uno. Los doce que éramos, con apenas ocho euros de ahora, estuvimos entrando y saliendo de todos los rincones y soportales de la espléndida plaza, a unas quince pesetas el chato de vino... Al día siguiente, a las seis de la mañana ya estábamos en pie, desayuno café con leche y abundantes galletas y al autocar que nos dejó cerca de Granátula de Calatrava, a los pies de un empinado cerro de laderas cuajadas de magníficos olivos y cima de cuchillos de cuarcita verdosa. Era nuestra primera ascensión al Cerro de la Encantada. Cuando llegamos arriba, cada uno pertrechado con lo que le tocaba - una espuerta de herramientas, o una garrafa de agua, o las “patas” del teodolito - la verdad es que aún no hacía el calor que íbamos a resistir durante las mañanas de aquella, creo que era la tercera o cuarta de las campañas de excavaciones arqueológicas sistemáticas, en la que nos integrábamos como estudiantes en prácticas de campo. Pronto nos familiarizamos con los dos sectores, A y B, en este último estábamos asignado a uno de los cortes, que se denominaban por una combinación de letras y números, en un escrupuloso sistema de cuadrículas “whileriano”. Además aprendimos una serie de términos que nos acompañarían ya toda la vida “catalana, por la paleta de albañil que usamos para extraer los sedimentos; alcotana, por la piqueta utilizada sobre todo para “perfilar” los cortes; palustrilla o paletín de alicatador, triangular y con una punta de cuchillo, que antes pendía de nuestro cinturón y ahora colocamos en uno de los bolsillos del chaleco de alta visibilidad, que ya es obligatorio en nuestros desplazamientos por “obra”. Y la carretilla, de la que prácticamente no me separé en los quince días, dando viajes a la empinada terrera, que se colgaba sobre los agudos cantiles en los que remataba la exigua (entonces y nada que ver con la última visita hace un lustro) plataforma de la cima.

Nos dirigía parte del profesorado de la Autónoma de Madrid. Carmen era la actividad personificada y los cortes donde desplegaba su incesante ritmo eran sin duda los mas animados, aunque los chavales no dábamos abasto a vaciar capazos en las carretillas. Ana siempre llevaba uno de los cuadernos de campo, proporcionándonos etiquetas para cada uno de los planos que excavábamos y que adjuntábamos a cada una de las bolsas de material. Etiquetas, que eran entonces auténticas de cartulina, con una arandela reforzada en uno de sus extremos. Ana aparecía y desaparecía detrás de las entonces incipientes lineas de muralla. Y por supuesto Katia, multiplicándose de testigo el testigo – pasillos de un metro de anchura que quedaban en dos de los límites de las cuadrículas de cinco por cinco metros -, siempre atenta, a los cambios de color de los planos arqueológicos, a la cerámica que amontonábamos al borde de los perfiles, a las tenues líneas de piedras mampuestas que asomaban sus lomos cuarcíticos en cualquier esquina del corte. Y lo que entonces no apreciábamos, pero que con el tiempo dejó poso como el buen vino, atenta a nosotros, a como cogíamos las palustrillas, como levantábamos los capazos de tierra del suelo, como debíamos protegernos del sol... De ella, con los años, quizás aprendimos la mayor parte del bagaje que hoy viaja con nosotros y que desplegamos cada mañana que iniciamos un nuevo trabajo de campo. Hemos ya perdido otros hábitos, aunque siempre los recordaremos con cariño, como aquel de encender un cigarro, cada vez que iniciaba el dibujo de uno de los planos de campo. Varios años repetimos miméticamente el gesto, hasta que abandonamos aquellos cigarrillos negros, símbolo de aquellos tiempos. 

Y Meseguer. Dirigía los trabajos de campo de las campañas de verano del yacimiento mas señero del proyecto de investigación que sobre la Edad del Bronce de la Mancha desarrollaba el Departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad Autónoma de Madrid, bajo la dirección del catedrático D. Gratiniano Nieto Gallo, caballero donde los hubo y que para nosotros fue siempre el amable profesor, epílogo de un tiempo que no conocimos, pero que sin duda cimentaron la disciplina en su primer medio siglo de andadura científica. D. Gratiniano falleció unos años después, recién jubilado y quedó para siempre en su tierra adoptiva, Yecla, quizás próxima entrega de esta tribuna. El Dr. Meseguer, entonces “colega y pese a ello amigo” como le gustaba repetir, había sido uno de los fundadores del departamento y de la propia universidad, recién vuelto de su doctorado en Alemania, sobre estadística aplicada al estudio de las cerámicas prehistóricas. Meseguer se había formado con la principal generación de prehistoriadores alemanes, Sangsmeister, Schüle... los iniciadores de la investigación del III y II milenios a.C. en la Península Ibérica, donde lugares como Zambujal, El Cerro de la Virgen o Fuente Álamo, han quedado como baluartes de la investigación que se inició ahora hace media centuria. José Sánchez Meseguer no solo había iniciado la andadura de la Edad del Bronce de la Mancha, en lugares como La Encantada, La Campana, El Cuco, Cueva de Estremera... en paralelo a la Universidad de Granada que desvelaban las motillas daimieleñas del Azuer y Los Palacios, sino que había constituido uno de los primeros “laboratorios” en los que los trabajos de campo tenían su continuación durante todo el curso, entre cajones de cerámica, fichas y planos descriptivos de niveles arqueológicos, diapositivas y los primeros microordenadores – como se llamaban entonces - que se aplicaban a la clasificación y estudio de materiales arqueológicos. Allí le conocimos en la primavera de 1980 y hasta que nos distanciamos, también en primavera, en 1994, fuimos – creemos - atento alumno y leal colega en muchos días de campo, en las entrañas de los landróveres, en las noches de guitarra, en la asunción de un corpus de conocimiento, que fue especialmente intenso en los primeros ocho años. Hoy, desde la atalaya de los años, seguimos creyendo que aquella generación no solo fueron verdaderos maestros, sino que nos proporcionaron la oportunidad de integrarnos en un equipo de investigación y asistir a una decena de campañas de campo en lugares realmente importantes para la prehistoria submeseteña e inovidables para nosotros.

Al final fueron tres las campañas en La Encantada que tomaba su nombre de una pequeña cueva formada bajo una diaclasa y que en algunas épocas del año seguía atesorando el preciado bien del agua. La Cueva de la Encantada, al parecer era el nombre completo del “Cerro de la...”, seguramente leyenda forjada hace un milenio, que quizás recordaba otras un par de milenios más antiguas, cuando sus pobladores primigenios ya se habrían dispersado -quien sabe – por los valles mesetarios, dándose a una vida en pos de sus ganados y dejando cascos de pequeñas cerámicas incisas en sus cabañas abandonadas. Pero antes no había sido así. Habían vivido atesorando grandes recipientes de barro cocido que guardaban la cebada de sus cosechas y que mas tarde acogían a los propios difuntos familiares, bajo los suelos de tierra batida de las viviendas, levantadas sobre muros de piedra y cubiertas de techos de gruesas capas vegetales. Verdaderas casas, de las primeras que como tal podríamos llamar y que han perdurado en su arquitectura básica hasta hace unas décadas. El caserío se agrupaba bajo diferentes recintos de gruesos muros – de aparejo ciclópeo en algunos puntos – destacando algunos edificios de planta más compleja que las usuales viviendas, que concluyen su habitación en verdaderos panteones funerarios.

Fue precisamente en unos de esos muros ciclópeos donde fui encargado de dirigir “mi primer corte”, origen en el cursus honorum que entonces regulaba las prácticas de campo. Aún conservo una fotografía con mis primeros “colaboradores” como nos decía D. Gratiniano. Allí estaba Elena, de mi misma clase, serena, amable, educada, con quien coincidí prácticamente en todas las campañas de entonces e incluso en los tres primeros contratos, ya licenciados, en la Motilla del Retamar... Pero la Encantada no solo eran las imponentes fortificaciones, ni la nutrida necrópolis, de la que entonces aún solo habían aflorado unas docenas de inhumaciones con ajuares de espadas, agujas, punzones... sino los centenares de cuentas de collar, las secciones de colmillos de lejanos elefantes, los botones de sección piramidal de hueso, toda la utillería prehistórica que poco a poco iba calando en nuestras permeables mentes de apenas veinteaños. 
Y además Granátula, patria de Espartero y solar de tabernas – entre ellas la que regentaba el que apodaban “El Zorro”, que preparaba calderos de conejos con tomate. Allí bajábamos a las fiestas veraniegas, a los coches de choque y en especial en la última de las campañas, quizás el momento que estuve más cerca de Lola, cuando rasgaba la pista con la habilidad de la conductora forjada en la natal Extremadura... En este ochenta y seis ya se había construido una casa de piedra, a modo de las primigenias, con sala y dormitorios y deposito de agua que alimentaba una cuba que trabajosamente remolcaba hasta la cumbre un “johndiere” de herrumbroso emblema cérvido en el frontal de radiador. Pasábamos la semana allí y el sábado nos hundíamos en la noche del pueblo que extendía apenas a un par de kilómetros de los pies del cerro. Naturalmente sin teléfonos ni electricidad, ni falta que hacía. Cuando dejaba mi casa, al principio del verano, les escribía a mis padres las coordenadas de La Encantada con el recado que si algo grave pasaba, el cabo del puesto de la Guardia Civil sabía donde encontrarnos. El único guiño al mundo contemporáneo era uno de los ordenadores Apple que se conectaba a una batería de automóvil y en el que por las tardes alimentábamos las bases de datos, minimalistas en la extensión de sus definiciones y bícromas en la pantalla de monitor de cámaras de vigilancia pioneras.

He vuelto varias veces y apenas reconozco en las casi gemelas cimas, la superficie de los dos sectores primigenios. Ahora los círculos de murallas se han multiplicado y la visita se ha ordenado, mediante cuidados senderos desde la casa de piedra de nuestras últimas campañas, que ascienden entre los cuchilllos de cuarcitas y los mampuestos que hoy coronan los muros trimilenarios. Sin duda el conjunto arqueológico más importante de la Edad del Bronce de la Meseta Sur y en el que tuve la satisfacción de aprender, conocer y compartir... prehistoria, amigos y estrellas fugaces.


J.M.P. (1981-1986)