Tres décadas hace que prendió primero la Historia y luego una de sus técnicas "colaterales" la Arqueología. Desde entonces tantos paisajes, tantos lugares y en todos siempre un detalle, que nos deja un jirón de recuerdo. Por ello esta "arqueología colateral" aspira a recuperar retazos de aquellos viajes, estancias, personas, lugares que hemos surcado en pos de la labor cotidiana de la arena entre los dedos, la criba del hueso, de la astilla oxidada que un día clavo fue...

martes, 1 de enero de 2013

Ronda, cuarenta años después.




Confesar que en cuarenta años no se ha pisado Ronda, es un ejercicio de humildad muy aconsejable para empezar un año nuevo. En la etapa noventera y andaluza de la que algún día rendiré cuenta en estas páginas, recuerdo haber atravesado la ciudad camino de Algeciras, tanto en tren como en automóvil, pero ni siquiera un alto para un café. Imperdonable.

Hace más de cuarenta años estuve en Ronda en un viaje de Fiat Seiscientos y densa niebla, lo más aconsejable para encarar el medio centenar de kilómetros que separan la villa de la costa de Málaga. Mi padre siempre contaba como nos adelantó un Mercedes y que con la camaradería ya perdida, que reinaba en las carreteras de aquellos tiempos, el conductor se ofreció a guiar a esta familia pedida en la niebla. Los faros del coche precedente fueron aquel día las retinas del pequeño utilitario, que a pesar de llevar las bombillas de color amarillo, según la normativa francesa obligatoria en Marruecos – donde residíamos y matriculamos el seiscientos - no eran suficientes para rasgar la espesa cortina. Solo recuerdo entre el manto blanco y espeso a una pareja de guardias civiles a caballo, uno de los equinos tan albo que apenas se distinguía morro, ojos y cascos del entorno. Embozados en sus capotes los guardias volvían a Ronda, pues nosotros además viajábamos hacia la costa, como muy bien me recordó mi madre cuando hablé con ella desde el restaurante antes de iniciar el regreso a Marbella, con aquel viaje aún presente. Literalmente me dijo,” cuidado que los precipicios quedan a la derecha según salís de Ronda”, y eso sin “gepeeses”  sino con la impronta que deja el miedo aún décadas después.

Hace unos días el clima era espléndido y según se asciende de San Pedro de Alcántara, se advierte que la carretera es ancha y bien señalizada. Además hasta los motoristas respetan los espacios vedados al adelantamiento, aunque una vez realizado aquel con todas las garantías de éxito se entreguen a la orgia de curvas y velocidad, que la verdad debe ser muy gratificante, para el que le guste. Una vez alcanzada las máximas cotas de la sierra, nos adentramos en unos kilómetros más o menos llanos, hasta que divisamos la mancha blanca de Ronda, en un extremo del valle y al borde del tajo, como si quisiera despegar de la campiña verde. La villa debe ser de las pocas que aún presenta obras en sus carreteras de acceso y recibe al visitante con un par de rotondas aún en mantillas. Una vez atravesado un ensanche, típico producto “mediados del siglo XX” llegamos al inicio de una avenida, donde ¡Oh grata sorpresa¡, se nos aparece un aparcamiento subterráneo, que una vez franqueado, además resulta ser amplio, nuevo y como comprobamos casi cinco horas más tarde, con un precio realmente competitivo. Definitivamente nos da la sensación que en Ronda saben hacer bien las cosas y no nos reciben como en otros lugares (que creo ya hemos reseñado en estas páginas) donde lo único que ofrecen es un descampado casi en las afueras. Y luego quieren recibir turismo !!!.

Iniciamos el descenso por la Carrera Espinel por pura orientación intuitiva, buscando la parte antigua. Esta calle concentra buena parte del comercio de la villa, siendo un verdadero centro comercial lineal y muy agradable, eficaz alternativa al modelo de lugar de compras tan anodino, repetido y vulgar que tanto se ha prodigado en esta nefasta década inicial del presente siglo. Podemos admirar algunas tiendas alojadas en magníficos ejemplos de casas señoriales del siglo XIX, aunque la mayoría de este tipo de viviendas ya han desparecido de la calle. Al fin aparece la silueta emblemática de la Maestranza, a la que nos dirigimos atolondrados en una suerte de peregrinación laica. Y en tropel hasta el ruedo, arropados por los burladeros pintados de un gris antiguo y por las decenas de columnas toscanas que nos abrazan… Y los dos museos, impecables. Nos detenemos más en la armería y la guarnicionería, siempre interesante admirar las sillas de montar orientales e incluso las de amazona, incomprensibles en su uso para profanos. En el picadero están dando cuerda a un magnífico ejemplar tordo que al resoplar parece que va a levantar la cubierta del amplio recinto… Otro, sin embargo, dormita al sol en un corral anexo y apenas levanta la cabeza cuando le chistamos desde el  piso superior que permite ver corrales, chiqueros y parte del desolladero.

Aranjuez, Sevilla, Ronda… son hitos de la arquitectura taurómaca dieciochesca y como tal admiramos estos cosos que tantas tardes de gloria han brindado en un cuarto de milenio. Y de ahí  por el Puente Nuevo – con un preceptivo alto previo en la oficina de información turística y rescatar el mapa de la ciudad de las manos de la amable señorita, que intenta, como en todas las oficinas de turismo, señalar con un bolígrafo Bic donde estamos – hacia el casco antiguo. Se nos desvela limpio, ordenado, claro en su comprensión, entre muralla a oriente, calle principal y pequeño barrio al occidente del amplio espacio que delimitan Ayuntamiento y Colegiata. Además descubrimos a medio camino el alminar de la antigua iglesia de San Sebastián, pequeña joya de los últimos tiempos de la arquitectura islámica rondeña. Tras pasar por alguna tienda de cerámica – aquí aún se mantienen un par de ellas porque no ha desembarcado el grueso del modelo de tienda de recuerdos globalizada, perceptible desde Santiago a Cartagena, pasando como no por Toledo – accedemos a la Colegiata.

El edificio sorprende en su exterior, con la torre mudéjar, la balconada recayente a la plaza, los paramentos del crucero al exterior que quedan sin concluir y cuyo espacio cierran un par de portadas, renacentistas donde las halla. Nos acaban endilgando la audioguía, aunque logramos que solo nos den una, para aminorar el peso en la visita, de cuatro euros la entrada. Detrás de nosotros, un par de parejas de nuestra edad declina el acceso al conocer la tarifa… y pensamos que así no podemos edificar una sociedad del ocio en este siglo XXI. Nos sorprende, en el mismo lugar de acceso los restos del arco del mirhab de la mezquita sobre la que se edifica el templo tardogótico en sus pies y renacentista en su cabecera. Interrogamos sobre la posibilidad de obtener alguna fotografía y somos casi obligados a realizarlas, lo que nos sigue reafirmando en la idea que en Ronda, en cuestión turística, saben hacer las cosas. Del interior sorprende como resuelven crucero y altar del templo renacentista, definiendo un espacio de seis bóvedas que parten de dos espectaculares columnas de capiteles y molduras, también espectaculares. Audacia renacentista no siempre bien ponderada, frente a la artesanía localista y repetitiva del románico-gótico. Y es que, hasta en historia de la arquitectura, las ideas innovadoras del renacimiento – barroco, han sido desechadas por el análisis impuesto por el nefasto siglo XIX, del que casi todos siguen aún cautivos.

Y de la Colegiata a comer, estupendamente y a muy buen precio. Después hacia las murallas y por el Puente Viejo y la puerta de Felipe V, a desandar el camino hacia el aparcamiento, pasando por algunas de las escasas parroquias que tiene la villa – Nuestro Padre Jesús y Santa Cecilia – y después de admirar el original templete de la Virgen de los Dolores. En suma una corta jornada en Ronda, que merece pernoctar en alguno de los pequeños hotelitos que salen al paso del viajero, entre las cuidadas calles de otra urbe castellana al sur del sur.

No hay comentarios:

Publicar un comentario