Tres décadas hace que prendió primero la Historia y luego una de sus técnicas "colaterales" la Arqueología. Desde entonces tantos paisajes, tantos lugares y en todos siempre un detalle, que nos deja un jirón de recuerdo. Por ello esta "arqueología colateral" aspira a recuperar retazos de aquellos viajes, estancias, personas, lugares que hemos surcado en pos de la labor cotidiana de la arena entre los dedos, la criba del hueso, de la astilla oxidada que un día clavo fue...

jueves, 24 de junio de 2010

La Cueva de Pedro Fernández

Primavera de 1980. Cursaba el segundo de Geografía e Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid. Aún no cursaba la especialidad, aunque entre las asignaturas de primero ya había aprobado la “Prehistoria”, quizás la asignatura más difícil por adentrarse en materias que apenas conocíamos... el origen de la especie humana, el paleolítico en los valles europeos, el galimatías de técnicas de talla de la piedra - “fósiles directores” de muchos yacimientos - y el Arte prehistórico según las teorías en boga por entonces. Algún compañero, ya en el primer año de los estudios, había acudido a prácticas (que no eran obligatorias y cada uno campaba en actividades de la propia universidad sin importarle el “óbolol” que ahora suponen los créditos de las asignaturas...) a la Cueva de Pedro Fernández, en el pueblo de Estremera, confín sudeste de la provincia madrileña.
Contaban que unos años antes un tractor arando había abierto una sima por la que se accedía a una cueva excavada en sedimentos yesíferos, que tenía un río subterráneo y que era especialmente húmeda en sus varios kilómetros de desarrollo, excepto en la llamada “galería seca”, donde se acampaba. Pedí prestado un saco de dormir a mi prima Olga y quedé un viernes por la tarde con una de las profesoras que eran parte del equipo responsable de la excavación arqueológica. Una vez llegados a las inmediaciones de la cueva, en el curso del arroyo Salado, había que bajarse de los Citröen - los únicos coches en los que era posible subir la suspensión - y empujar para salvar los badenes del camino.
Aquella tarde fue la primera vez que pisé una excavación arqueológica, con mi mono azul de mecánico, mis recién estrenadas botas de agua (que todavía conservo), casco y carburero prestado por una compañera de curso que había visto que no iba a entregar su vida a la arena y al barro. Me dispuse a encarar la escalera metálica, que con una inclinación de unos cincuenta grados se adentraba en un agujero angosto y oscuro. Confieso que titubeé a la vista de la sima negra, pero a la vez pensé que no podía darme la vuelta y máxime cuando aquellos seguramente serían mis profesores si elegía la especialidad de Prehistoria y Arqueología. Por aquel entonces ya estaba desengañado de la asignatura de Historia Antigua de primero. Nunca entendí a la joven y engreida profesora, por lo que la especialidad de Arqueología podría vislumbrarse en la lejanía, ya que la Historia Medieval - monopolizada por los hijos de Escrivá de Balaguer - y Moderna y Contemporánea - idem por los de Marx y Éngels - quedaban ya muy lejos de la aspiración de realizar mis estudios sin “influencias”. 
Era este pues el momento de probar en directo lo que habíamos atisbado en la prehistoria de primero. Seguí por ello al mono rojo de una de las profesoras y casi a tientas, adaptándome a la luz que nos proporcionaba el carburo y a las angosturas de parte del camino - que se me hizo eterno -, desemboqué en una amplia sala en la que apenas se distinguían unos cortes cuadriculados en el omnipresente barro. Tras una tarde agotadora, en la que cada capazo de tierra y agua pesaba más que el anterior, subimos a dormir en las tiendas que habían preparado otros compañeros. Creo que también fue la primera vez que dormí al aire libre y también la primera que no lo hacía en casa de familiares o amigos de mis padres.
El día siguiente lo pasamos dentro de la cueva familiarizándonos con el nombre de las galerías, “La Cocina”, “Los Manolitos”, “El Atajo”, “Los Macarrones”, etc... El tiempo discurría de otra forma que en la superficie, solo interrumpido por el silbido de las carbureras cuando respondían al movimiento prendidas de nuestros cinturones, al recibir una dosis más elevada de agua. El  el gas resultante del contacto de las piedras de carburo y el líquido pugnaba por salir produciendo un fogonazo, que nos iluminaba las caras a fuer tiznadas del barro oscuro, y de nuevo la calma, solo rota por el rasgar de las palustrillas y las alcotanas. Aquellas fueron quizás las primeras herramientas propias del oficio que tomé en mis manos y que aún no he abandonado. Cuando escribo estas líneas, en el descanso de una de las ahora habituales visitas de control arqueológico, una de esas palustrillas (quizás del mismo acero pero ya con mango de goma) pende de mi cinturón. 
De vez en cuando un tintineo de luz en el fondo de una galería anunciaba la visita de alguno de los profesores, de los alumnos de cuarto que recorrían solos la cueva, de los geógrafos y geomorfólogos que preparaban tesinas sobre la cavidad, o de los espeleólogos del equipo “Standar” que la topografiaban minuciosamente. Mas adelante y sobre todo en la campaña de la primavera siguiente me llevaban con ellos, quizás porque era el más bajito y delgado del grupo, apenas cincuenta kilos que izaban sujetándome por los tobillos a las “chimeneas” y las angostas bocas de las “gateras”, al grito de “¿Qué se ve...?”. Otro momento que recordamos era cuando nos fotografiaban con la técnica de exposición abierta y destellos de flash a diestro y siniestro, mientras permanecíamos varios minutos quietos. 
La encrucijada en la que trabajábamos había sido uno de los primitivos accesos hoy sellados y donde quizás se había concentrado mas actividad de los cavernícolas. Otras galerías también tenían huellas de vidas anteriores, como “la cocina” donde decían que habían a aparecido bastantes recipientes cerámicos en una especie de repisa, la galería de las pisadas - con huellas impresas en el barro endurecido -,  las “piletas”, oquedades en las arcillas que recogían el goteo incesante de la actividad kárstica. Era en estas últimas donde podían distinguirse las huellas de los dedos de los primigenios habitantes de la cueva, con un pequeño saliente donde apareció un cuenco cerámico que ahora había sido sustituido por un vaso de plástico, remedio de urgencia para rellenar las carbureras que quedaban sin agua a mitad de jornada.
La cueva fue ocupada durante el la Edad del Bronce Inicial y el Bronce Medio (II milenio a.C.) siendo primero hábitat y posiblemente después necrópolis, pasando el núcleo de habitación al exterior. Cuando estuvimos allí algunos de los cadáveres aún ocupaban grietas y repisas, cristalizados en la parte del esqueleto expuesto al aire y al agua. En conjunto, la Cueva de Pedro Fernández sigue siendo referente en la “facies” cuevas de La Edad del Bronce de la Mancha, que junto a las de motillas, morras y castellones, fueron los modos de colonización del paisaje de aquellos grupos humanos, que ocuparon la Meseta Sur peninsular. 
Años después perdí por completo la ubicación de la Cueva de Pedro Fernández, de la que solo recordaba el río Salado y la línea de alta tensión que cruzaba su actual entrada. Hoy día, treinta años más tarde dirijo, junto a mi esposa, la intervención arqueológica del proyecto de modernización del Canal de Estremera, casi un centenar de kilómetros de tuberías de riego a soterrar en el margen derecho del río Tajo. Y en estas labores, hace unos días tuvimos ocasión de recordar aquella primera campaña de excavación tomado un café en el Higuerlop de Estremera, donde recordaban también a nuestros profesores, que hace unos años rememoraron en una conferencia aquellos trabajos pioneros, poco pródigos en otros de ubicación y registro arqueológico similar. Mientras nos preparamos para excavar un yacimiento coetáneo - Esteva - del término de Almoguera, provincia de Guadalajara, hemos tenido ocasión de redactar estas líneas y recopilar la literatura que atesoramos de aquellas etapas de nuestra formación como arqueólogos.
Desde la otra orilla contemplo la ladera donde se abre la cueva y recuerdo con la sana nostalgia de los años felices cuando amanecía entre calor y mosquitos en aquellas dos primaveras de la Cueva de Pedro Fernández.


J.M.P. (1980 - 1982)

viernes, 4 de junio de 2010

Sanguino y las cerámicas extintas


Hace un par de semanas tuve ocasión de conocer a uno de los últimos ceramistas. Había visto varias veces una casa blanca al borde de la Nacional IV, antes de Puertolápice camino del Sur. La casa, empequeñecida por la velocidad, se apreciaba cuajada de cántaros, platos y toda suerte de barro coloreado y cocido. Un escueto letrero anunciaba un apellido, Sanguino, que evocaba linaje de alfareros.

Años atrás, cuando estudiábamos cuarto de Prehistoria y Arqueología en la Universidad Autónoma de Madrid, presentamos un trabajo de curso - asignatura de Etnología - sobre "cerámicas para la luz: candiles y palmatorias de la cerámica popular de la Península Ibérica". Eran los inicios de la década de los años ochenta y en aquel tiempo se había publicado un libro sobre los alfares que aún permanecían en uso. Aquel estudio nos llevó a conocer la magnífica colección del Museo de Artes y Tradiciones Populares que tenía su sede en nuestro departamento universitario. Ampliamos luego la descripción de piezas de amigos y familiares, para posteriormente empezar a comprar algunos candiles - que a día de hoy pasan del centenar.

Pero de siempre la cerámica nos había acompañado, tanto en la casa familiar, donde se seguían utilizando magníficas macetas - algunas habían viajado con nosotros desde nuestra primera residencia en el norte de Marruecos -, planos ornamentales, varia suerte de saleros y especieros, así como un par de botijos que pasaban los veranos en la umbría ventana de mi habitación. Y claro leyendo y visitando tenderetes de carretera, ferias y mercadillos y ocasionalmente alfares, fuimos forjando un bagaje de la cerámica fosilizada en nuestro tiempo, y que en algunas ocasiones nos servía para comparar con las cerámicas extintas de hace siglos o incluso milenios.

En estas décadas han laguidecido las producciones y se mantiene firme Talavera y Granada - diversificadas - La Rambla y Manises exponentes de la "cerámica globalizada", Lorca y Bailén apagándose y los pequeños lugares, como Tajueco - junto a Burgo de Osma - donde ya un único alfarero  cada vez revoluciona menos su rueda...  Y de aquellos que fueron élite entre artistas, apenas recuerdo queda, Dolores Coronado de Ocaña; Tito de Úbeda; Pedro Mercedes de Cuenca; Punter en Teruel, Lario en Lorca; Aguado en Toledo y Sanguino... toda una familia que firmaba a veces con una estilizada S en los vidriados blancos que se trazaban de manganeso...

En esa tarde en la Nacional IV no pude menos que preguntar a quién nos recibió en su tienda que parentesco guardaba en la familia. "Sanguino era mi padre" y entonces no pude menos de recordar aquellas tres décadas en las que la cerámica nos acompaña, en la labor de arena entre los dedos, en la arqueología cotidiana de recuperar fragmentos de milenios y también en la "arqueología colateral" de asistir a la muerte lenta y en ocasiones reconversión de las industrias cerámicas. En aquella tarde, Sanguino nos evocó aquel mundo que ya no es igual, pero del que retazos aún presentes nos recuerda que quizás nunca asistiremos a la extinción total.

La Dama y el Museo


Conocí a la Dama hace unos cuarenta años. En aquel tiempo la Carretera Nacional IV llegaba recta y meridiana a la glorieta, de donde partía una calle con la fábrica de cerveza Skol y el hotel con garaje. Mi padre nunca circulaba por la ciudad, por lo que yo, apenas con ocho años, disfrutaba en el vagón de cabeza del metropolitano. Este conservaba un cristal enmarcado por un sinnúmero de remaches, desde el que oteábamos el negro túnel revestido de ladrillo y el momento emocionante en el que aparecía la boca de luz de la próxima estación. Quizás en el primero de esos viajes a Madrid me llevó mi madre al Museo del Prado y curiosamente no tengo recuerdos de aquellos días de la colección pictórica, seguramente porque unos años más tarde – doblada la edad de la primera visita - pasaba las mañanas de los sábados, entre los puestos de libros de la cuesta de Claudio Moyano y las inmortales salas de la pintura italiana y española del Prado. Todo ello contribuyó a tener siempre viva la paleta de los lienzos que folsilizan el arte universal entre cuatro paredes.
Recuerdo el busto de la Dama en la planta baja del edificio que concibió Villanueva, rodeada de las fundas del “Tesoro del Delfín”, piel de color granate con innumerables flores de lys , naturalmente doradas. En penumbra y en una vitrina de madera, me impresionó la mirada, la sonrisa y por ende el halo de misterio que sigue desprendiendo la arenisca labrada y otrora polícroma. Años más tarde fue traslada a su hogar definitivo, el Museo Arqueológico Nacional, que empecé a frecuentar cuando cursaba el último año del colegio, el COU. Allí, de la mano de las asignaturas de leguas clásicas y de Jose Luís Navarro, mi profesor, comencé a interesarme por la Iberia coetánea a Pericles, a Sófocles, a Jenofonte…Y allí estaba ella, en el centro de la gran sala por la que se accedía al Museo, en pleno proceso entonces - como ahora - de remodelación. Treinta años no son nada.
El día que se cumplían los cien años del descubrimiento del busto, hace algo más de una década, me hallaba cerca del lugar y me acerqué a La Alcudia, la ciudad que creció durante siglos en el estuario del río Vinalopó. Allí se había organizado una comitiva en torno a una joven ataviada con rodetes en el peinado y acompañada por la consabida banda de música levantina. Entre los bancales de tierras albarizas que sepultaron dos milenios y medio a la Dama pude fotografiar a los acompañantes de la joven en una mañana de cielo grisáceo y brisa de mar. El acto no tuvo más transcendencia que la puramente festiva, pero no dejó de recordarme la vinculación con la mirada de acero y la fina línea de los labios, ligeramente sonrosados. En todos estos años he espaciado las visitas, ya no frecuento la biblioteca del Museo de la calle Serrano, la biblioteca del extinto Instituto Español de Prehistoria, donde recorríamos – balbuciente aún la era digital – años y años de revistas donde la Iberia más profunda se desvelaba desde las crónicas de los comisarios provinciales de excavaciones arqueológicas. 
La Dama reposa allí de sus viajes, vendida a coleccionistas nada más aparecida, devuelta como moneda entre gobiernos en plenas contiendas de mediados del siglo XX , depositada de prestado en salas de un museo que no era su natural destino. Dama de Elche, del otro lado de la cortina del tiempo, del mundo de los muertos iberos, que hizo anidar el recuerdo en un niño de ocho años que venía del otro lado del Estrecho de Gibraltar.