Tres décadas hace que prendió primero la Historia y luego una de sus técnicas "colaterales" la Arqueología. Desde entonces tantos paisajes, tantos lugares y en todos siempre un detalle, que nos deja un jirón de recuerdo. Por ello esta "arqueología colateral" aspira a recuperar retazos de aquellos viajes, estancias, personas, lugares que hemos surcado en pos de la labor cotidiana de la arena entre los dedos, la criba del hueso, de la astilla oxidada que un día clavo fue...

martes, 10 de julio de 2012

El día que murió Camarón



Nunca conectábamos la radio de los vehículos mientras trabajábamos. En las tardes de gabinete, mientras pasábamos los inventarios de materiales nos acompañaba algún radiocasete, pero jamás en el trabajo de campo. Quizás nunca lo vimos en nuestras primeras excavaciones arqueológicas, cuando ningún coche subía hasta donde estaban los “cortes”. Pero ese día no pudimos resistir la noticia que habíamos oído cuando volvíamos del bocadillo de media mañana y acercamos el Citroën AX casi hasta la terrera y abrimos las puertas. Había muerto Camarón. Estábamos en Orippo y hace ahora veinte años dirigíamos la segunda de las campañas de excavación arqueológica destinadas a evaluar los restos de la ciudad sobre la que se había trazado, hacía una década, un polígono industrial. Como estructura señera, que centraba la parcela a la que se reducía el área no urbanizable, quedaba “la Torre de los Herberos” atalaya medieval en su mitad partida, como el olmo de Machado. Con la del 93 fueron tres las campañas en Orippo, una de las colonias de la Bética, heredera del Bronce Final Tartésico, el "BeFeTén" de nuestras coloquiales conversaciones entre colegas. Otro mundo en primavera y naturalmente pasamos por todo, o mejor dijo todo pasó por nosotros La Expo, La Feria, La Madrugá y la Blanca Paloma, ya cerca del verano, en un oleaje de camisas blancas, cuero en los botos y fulgor de latón oscuro en el pecho...y entre medias, Sevilla y la Marisma, extremo y abrazo del Lacus Licustinus, con la barca de Coria de frontera entre ambos paisajes.
Los yacimientos arqueológicos dejan un poso en la memoria que es difícil describir con simples palabras. Casi siempre son retazos, jirones de recuerdo que nos permiten a veces identificar el olor del metano en un pozo urbano, el color áspero y amarillento de los productos de las paleoalfarerías béticas, el tacto de la ceniza trimilenaria, un cúmulo de sensaciones que nos acompañarán el resto de nuestros días. Orippo fue nuestro segundo proyecto de hispanorromanos en la Bética, tras Almedinilla y anterior a Gonzalo de Ayora  7 en la ciudad de Córdoba. Más tarde una campaña de tres meses en “Pared de los Moros” en Niharra (Ávila) para completar el casi par de años de campo y romanos a las espaldas. He leído desde entonces muy poco sobre Orippo. Alguna actuación que se realizó posteriormente con motivo de carreteras de circunvalación, fuera del límite de la ciudad y prospecciones sobre las benditas lomas que se enseñoreaban en la margen izquierda del Guadaira. Quizás no se ha publicado más y a la hora de escribir estas líneas he desistido de colocar la palabra “Orippo” en el consabido dedo googleliano que todo lo escruta. La última vez que volví por allí debió de ser hace casi quince años, quizás en primavera, pues recuerdo que volvía de Algeciras y fotografíe la Torre de los Herberos rodeada de un verdor inusitado. Habían crecido las naves industriales y me tomé un par de vinos en la Venta del Naranjito, en el caserío – ya término de Coria – que se extiende al sudeste de la ciudad hispanorromana. Quizás desempolve la carpeta que guarda los dibujos a rotring y las fotografías pegadas sobre cartulinas de la necrópolis que excavamos entonces y que fue una de la víctimas de la debacle del noventa y tres, cuando como ahora se esfumaron algunas de las primeras empresas de patrimonio histórico. La necrópolis nororiental de Orippo, uno de sus hornos cerámicos, así como los restos de una villa al norte de la Torre de los Herberos quedaron inéditas tras la desaparición de Arqueoconsult.
Pero aquel día de julio del 92 acababa de morir Camarón y las puertas abiertas del coche de color negro evocaba a un vencejo despanzurrado desde el nido. Las oleadas de condolencias se sucedían desde las distintas emisoras que emitían la terrible, aunque esperada, noticia. En la guantera llevábamos la cinta de Potro de rabia y miel, el último disco en vida, que había grabado con la Filarmónica de Londres. Acabo de leer en el Telva un magnífico texto de Casilda S. Varela sobre Camarón. Desgrana en unas cuantas páginas la vida y la muerte del cantaor de la Isla. Nunca fui a una de sus veladas que se espaciaban de noche en noche en aquel Madrid de los ochenta. Yo había sido devoto del rock de Triana, exquisito, profundo, después de Alameda, evocador y algo sensiblero,  y bastante menos del combativo y duro Medina Azahara. En aquel tiempo no tenía idea de Smash, precursores donde los halla, pero si que ya me deleitaba con Paco de Lucía, Dios en la Tierra, y con los diversos caminos que el flamenco tomaba en la época, de las Grecas a los Chichos y Chunguitos. Y seguía comprando cintas en las gasolineras, verdadero pulso de los éxitos del cante del momento, Porrinas de Badajoz, Paco Toronjo de Huelva, Naranjito de Triana, el incombustible Pali y sus sevillanas rocieras… Pero, a pesar de las pretendidas secuelas, Cigala, de las fusiones siempre empobrecedoras, Pitingo, de las promesas ya consagradas, Poveda, siempre volvemos a Camarón, como al Borges que cada día escribe mejor, al Bosco pintor de Flandes, a Villanueva arquitecto del rey, a Machado poeta de Castilla…
Se han cumplido veinte años de la muerte de Camarón. No nos imaginamos donde hubiera llegado o quizás si, a espaciar sus veladas de cante, a darnos un disco cada lustro, a querer y a quererse con los suyos. Despacio y dueño del tiempo, como siempre quiso ser.

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