Hace más de cuarenta años estuve en Ronda en un viaje de
Fiat Seiscientos y densa niebla, lo más aconsejable para encarar el medio
centenar de kilómetros que separan la villa de la costa de Málaga. Mi padre
siempre contaba como nos adelantó un Mercedes y que con la camaradería ya
perdida, que reinaba en las carreteras de aquellos tiempos, el conductor se
ofreció a guiar a esta familia pedida en la niebla. Los faros del coche
precedente fueron aquel día las retinas del pequeño utilitario, que a pesar de
llevar las bombillas de color amarillo, según la normativa francesa obligatoria
en Marruecos – donde residíamos y matriculamos el seiscientos - no eran
suficientes para rasgar la espesa cortina. Solo recuerdo entre el
manto blanco y espeso a una pareja de guardias civiles a caballo, uno de los equinos tan albo que apenas se distinguía morro, ojos y cascos del entorno. Embozados
en sus capotes los guardias volvían a Ronda, pues nosotros además viajábamos hacia la costa,
como muy bien me recordó mi madre cuando hablé con ella desde el restaurante antes de iniciar el
regreso a Marbella, con aquel viaje aún presente. Literalmente
me dijo,” cuidado que los precipicios quedan a la derecha según salís de
Ronda”, y eso sin “gepeeses” sino con la
impronta que deja el miedo aún décadas después.
Hace unos días el clima era espléndido y según se asciende
de San Pedro de Alcántara, se advierte que la carretera es ancha y bien
señalizada. Además hasta los motoristas respetan los espacios vedados al
adelantamiento, aunque una vez realizado aquel con todas las garantías de éxito
se entreguen a la orgia de curvas y velocidad, que la verdad debe ser muy
gratificante, para el que le guste. Una vez alcanzada las máximas cotas de la
sierra, nos adentramos en unos kilómetros más o menos llanos, hasta que
divisamos la mancha blanca de Ronda, en un extremo del valle y al borde del
tajo, como si quisiera despegar de la campiña verde. La villa debe ser de las
pocas que aún presenta obras en sus carreteras de acceso y recibe al visitante
con un par de rotondas aún en mantillas. Una vez atravesado un ensanche, típico
producto “mediados del siglo XX” llegamos al inicio de una avenida, donde ¡Oh
grata sorpresa¡, se nos aparece un aparcamiento subterráneo, que una vez
franqueado, además resulta ser amplio, nuevo y como comprobamos casi cinco
horas más tarde, con un precio realmente competitivo. Definitivamente nos da la
sensación que en Ronda saben hacer bien las cosas y no nos reciben como en
otros lugares (que creo ya hemos reseñado en estas páginas) donde lo único
que ofrecen es un descampado casi en las afueras. Y luego quieren recibir turismo !!!.
Iniciamos el descenso por la Carrera Espinel por pura
orientación intuitiva, buscando la parte antigua. Esta calle concentra buena
parte del comercio de la villa, siendo un verdadero centro comercial lineal y
muy agradable, eficaz alternativa al modelo de lugar de compras tan anodino,
repetido y vulgar que tanto se ha prodigado en esta nefasta década inicial del
presente siglo. Podemos admirar algunas tiendas alojadas en magníficos ejemplos
de casas señoriales del siglo XIX, aunque la mayoría de este tipo de viviendas
ya han desparecido de la calle. Al fin aparece la silueta emblemática de la
Maestranza, a la que nos dirigimos atolondrados en una suerte de peregrinación
laica. Y en tropel hasta el ruedo, arropados por los burladeros pintados de un
gris antiguo y por las decenas de columnas toscanas que nos abrazan… Y los dos
museos, impecables. Nos detenemos más en la armería y la guarnicionería,
siempre interesante admirar las sillas de montar orientales e incluso las de
amazona, incomprensibles en su uso para profanos. En el picadero están dando
cuerda a un magnífico ejemplar tordo que al resoplar parece que va a levantar
la cubierta del amplio recinto… Otro, sin embargo, dormita al sol en un corral
anexo y apenas levanta la cabeza cuando le chistamos desde el piso superior que permite ver corrales,
chiqueros y parte del desolladero.
Aranjuez, Sevilla, Ronda… son hitos de la arquitectura
taurómaca dieciochesca y como tal admiramos estos cosos que tantas tardes de
gloria han brindado en un cuarto de milenio. Y de ahí por el Puente Nuevo – con un preceptivo alto previo en la oficina de información turística y rescatar el mapa de la ciudad de las
manos de la amable señorita, que intenta, como en todas las oficinas de
turismo, señalar con un bolígrafo Bic donde estamos – hacia el casco antiguo.
Se nos desvela limpio, ordenado, claro en su comprensión, entre muralla a
oriente, calle principal y pequeño barrio al occidente del amplio espacio que
delimitan Ayuntamiento y Colegiata. Además descubrimos a medio camino el alminar de la antigua iglesia de
San Sebastián, pequeña joya de los últimos tiempos de la arquitectura islámica
rondeña. Tras pasar por alguna tienda de cerámica – aquí aún se mantienen un
par de ellas porque no ha desembarcado el grueso del modelo de tienda de
recuerdos globalizada, perceptible desde Santiago a Cartagena, pasando como no
por Toledo – accedemos a la Colegiata.
El edificio sorprende en su exterior, con la torre mudéjar,
la balconada recayente a la plaza, los paramentos del crucero al exterior que quedan sin
concluir y cuyo espacio cierran un par de portadas, renacentistas donde las
halla. Nos acaban endilgando la audioguía, aunque logramos que solo nos den
una, para aminorar el peso en la visita, de cuatro euros la entrada. Detrás de
nosotros, un par de parejas de nuestra edad declina el acceso al conocer la
tarifa… y pensamos que así no podemos edificar una sociedad del ocio en este
siglo XXI. Nos sorprende, en el mismo lugar de acceso los restos del arco del
mirhab de la mezquita sobre la que se edifica el templo tardogótico en sus pies
y renacentista en su cabecera. Interrogamos sobre la posibilidad de obtener
alguna fotografía y somos casi obligados a realizarlas, lo que nos sigue
reafirmando en la idea que en Ronda, en cuestión turística, saben hacer las
cosas. Del interior sorprende como resuelven crucero y altar del templo
renacentista, definiendo un espacio de seis bóvedas que parten de dos
espectaculares columnas de capiteles y molduras, también espectaculares.
Audacia renacentista no siempre bien ponderada, frente a la artesanía localista
y repetitiva del románico-gótico. Y es que, hasta en historia de la
arquitectura, las ideas innovadoras del renacimiento – barroco, han sido
desechadas por el análisis impuesto por el nefasto siglo XIX, del que casi
todos siguen aún cautivos.
Y de la Colegiata a comer, estupendamente y a muy buen
precio. Después hacia las murallas y por el Puente Viejo y la puerta de
Felipe V, a desandar el camino hacia el aparcamiento, pasando por algunas de las
escasas parroquias que tiene la villa – Nuestro Padre Jesús y Santa Cecilia – y
después de admirar el original templete de la Virgen de los Dolores. En suma
una corta jornada en Ronda, que merece pernoctar en alguno de los pequeños
hotelitos que salen al paso del viajero, entre las cuidadas calles de otra urbe
castellana al sur del sur.
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